viernes, 29 de enero de 2016

Dominique González-Foerster en dos tiempos (entre dos bebés y tras las huellas de VM)



El pasado fin de semana viajé a París con mi familia, que incluye a dos bebés (de 0 y 3 años, al principio y final de la bebecidad como quien dice), siguiendo las huellas propias de tantos viajes anteriores a Paris, pero también, cómo no, las de Enrique Vila-Matas.
Había leído recientemente "Marienbad électrique" , y tenía mucha curiosidad por esa artista, Dominique González-Foerster, con la que tantos puentes trenza  Vila-Matas en sus conversaciones y también en sus obras.  
Quise aprovechar  su retrospectiva en el Pompidou, que supone una exploración de los límites del espacio y el tiempo y la identidad, como ya podemos apreciar en el cartel de presentación (la artista sumergiéndose en el agua disfrazada de Marilyn) y en las fechas que sitúan la exposición, simbólicas más que descriptivas: 1887 ( nacimiento de Marcel Duchamp e inauguración del Palacio de Cristal de Madrid, en que se basó la exposición "Splendide Hotel" y 2058 (fecha ficticia de un posible futuro distópico, con diluvio incluido, como aparecía en la exposición "TH 2058" de la Tate londinense).
Y ahí nos adentramos mi hija mayor, Alicia, que no quería perderse la experiencia de acompañarme a algo que me importaba, y yo, mientras el papá se adelantaba paseando con la bebé. A Alicia le encantan los museos, sobre todo los de arte contemporáneo, donde se ven muchas cosas raras y nunca es evidente el porqué. 
Se penetraba a través de una sala diáfana blanca y verde,  que tenía que ver con Brasilia: un espacio que era  un grito a la vivencia abierta que se iba a producir. Esas paredes invitaban a continuar con ágil curiosidad hacia la siguiente estancia, como hizo mi propia hija. Allí,en  un juego de luces y sombras. Alicia descubrió que andando junto a la pared se encendían algunos focos ( eso creaba sombras en la pared opuesta con los pasos del caminante). Por ahí penetrábamos en un laberinto peculiar donde se sucedían los espacios sin un orden específico. Y, como quien se introduce en el vientre de un caracol, nos dejamos llevar por unos pasillos oscuros y sinuosos, que accedían a salas misteriosas, donde tan pronto veíamos la proyección de una mujer cantando una ópera tragicómica, como  fragmentos documentales en una pantalla: la mujer de Nabokov dando un curso, una aparición disfrazada de Bob Dylan, o a una mujer desmayada en el suelo y su amante cantándole "¡Desdémona!"


 Me dejaba perpleja que mi hija tuviera más capacidad de atención (muda, reverente) que yo misma ante ese espectáculo, como si entendiera que por encima de todo discurso más o menos intelectual y críptico, prevalece la fascinación de los espacios oscuros y ante unas pantallas por las que transita un magma de palabras, de música. En el exterior del caracol, nos dejamos invadir por la visión aérea de decenas de citas literarias en diversas lenguas que planeaban sobre el muro; frente a ello, una visión desértica, paisaje distópico de libros abandonados en el desierto junto con el Bolaño de 2666; la contemplación del mismo a través del vidrio nos resultó atractiva e inquietante, cual belén literario y futurista.
A partir de este nudo, había dos caminos posibles, entre los cuales era difícil elegir, tal era el magnetismo al que sometía ese recorrido sin señalización alguna. Al final nos decidimos por un lateral, donde desembocamos en una peculiar sala. Allí, un sinfín de vestimentas pendían de las cuatro paredes, en torno a un centro constituido por un asiento circular y aterciopelado vacío. Luego supimos que se trataba de vestuario de la propia artista en sus diferentes edades, intercalado por algunas representaciones  bien de Scarlett O'Hara, bien de Edgar Allan Poe. Nos acomodamos en el asiento retro a hojera los libretos y allí la identidad se hacía y se deshacía a pasos agigantados, y sentíamos que tras todos los disfraces se es y no se es alguien, (¿por qué ese vestido? ¿cuando era pequeñita? ¿cuando era mayor?...) pero en cualquier caso la desnudez o más bien el no-cuerpo se articulaba como una fuerte presencia allí. 

Luego nos dedicamos a perseguir el ruido de la lluvia que se oía a lo lejos y si bien nunca accedíamos a la sala de la lluvia, deambulamos en torno a una figura rectangular flanqueada por algunos habitáculos desconcertantes. 





Eran  moradas más o menos subrepticias donde uno podía ver su propio reflejo en azul o bien mecerse ante unas butacas y sus espejos deformes, recordando la época de final de siglo XIX y cómo un artista se expone a sí mismo en un Splendide Hotel y en su misma desaparición.




 En otras habitaciones había camas vacías, vestimentas de diferentes personajes y épocas, butacas, radios encendidas y abandonadas. Fuera cual fuera su título y significado, la existencia de todo ello nos hipnotizaba, como si pasear por todos aquellos lugares nos hiciera estar a la vez aquí y en tantas otras esferas. Y como si al adaptarnos con nuestros cuerpos a esos espacios de libre juego que se nos ofrecían ya no solo viviéramos el arte de manera lúdica sino que nosotras mismas fuéramos el arte y pasáramos al otro lado del espejo de la Alicia de Lewis Carroll.


La misma Alicia fue la que se percató de que había un pomo que conducía a ninguna parte, es decir, que no se abría. Y no, no era una habitación para uso del personal del museo: tenía intención artística, como comprobamos en el folleto que apenas consultábamos. "Una habitación de hotel cerrada cuya única llave la posee el escritor Enrique Vila-Matas". Recordé haberlo leído también en "Marienbad électrique" así como la expresión "Rimbaud exposé", ausencia que iluminaba la sala decadente de las mecedoras junto con los libros, el antiguo tocadiscos y los espejos cóncavos. Ver la exposición con mi hija Alicia fue, en fin, algo  apasionante. Al estar pendiente de su expresión y sus palabras, no tuve tiempo de conceptualizar nada; sin embargo, acompañando su curiosidad, pude sentir el centro irradiador de toda aquella exposición. Pues el arte será eso, transportarnos de verdad, dejarnos llevar con nuestro cuerpo a otro lugar, multiforme, más amplio, más vibrante, más arriesgado.

Sin embargo, me di cuenta de que necesitaba repetir el visionado para poder aprehenderlo mejor. Así que, al día siguiente, mientras la mayor y su papá dormían la siesta de los benditos, me escapé esta vez con la bebé en la mochila, dispuesta a volver a esos espacios sin una interrupción verbal constante para seguir mejor el hilo de mis pensamientos. No había tenido elección, porque no podía abandonar a la bebé a su suerte mientras los otros dormían, y de todos modos nada más entrar a la exposición cayó dormida, sus ganas de ver mundo satisfechas. De todos modos, pronto me di cuenta de que la limitación que suponía ir con Emma era, como en el caso anterior, una bendición. Puesto que el sueño del bebé es tan profundo como impredecible: lo mismo puede durar quince minutos que tres horas; un intervalo donde  todo lo importante cabe, una buena comida, unas páginas leídas o escritas, una conversación, un momento de amor o de meditación. Pero como el final de ese intersticio de silencio es dudoso, esa misma volubilidad confiere al tiempo una calidad especial. Y no queda otra que vivir ese lapso de tiempo con total intensidad, sea cual fuere su duración, e intentando alejar cualquier frustración en caso de final precoz.

Así, entre el peso del bebé en mi cuerpo y la sensación constante de que aquella calma podría acabar en cualquier momento, disfruté de nuevo de la exposición, esta vez en un continuum que me permitió perfilar mejor el recorrido transitado el día anterior (esa apertura de límpida modernidad, esos preludios en el "vientre de caracol", donde uno siente que se desdobla y no y donde se catapulta al presente y al futuro antes de multiplicarse en tan diversas moradas ceñidas por la amenaza del diluvio). Y pude también adentrarme en el lugar que el día anterior no me había permitido, el Cosmodrome. Allí, a puerta cerrada, en una oscuridad total y espesa, pudimos percibir ese simulacro de viaje espacial, las luces iluminando alternativamente el horizonte o los laterales, catapultándonos al infinito, bajo la voz de Jay-Jay Johanson susurrando si estábamos listos, advirtiéndonos que nunca nada más sería lo mismo. Un viaje hacia otra dimensión, entendí, hacia la percepción artística de la realidad, donde todo es y no es lo que vemos. Emma seguía dormida así que no hubo problema alguno como me advirtieran los guías (esa sala cerrada puede crear sensación de pavor a los niños). Se encendió la luz, pisé el suelo como si fuera arena y de ahí pudimos emerger las dos como quien vuelve de la luna.
Aún descifré algún otro detalle que me había pasado desapercibido la víspera. El cartel de neón Exoturismo que da entrada a todas las misteriosas películas; claro, me dije, hacer turismo por el otro, los otros. Los símbolos de "doble felicidad"; cierto, la de estar aquí y la de más allá a su vez. También comprendí entonces que todas las representaciones figuradas de la sala de la ropa eran de la propia artista. Pero cuando ella estaba vestida era con ropa ajena, mientras que sus ropas pendían solitarias. Ser y no ser el mismo. Ella misma también era la del cartel inaugural y la que cantaba esa ópera bizarra, y la supuesta Bob Dylan. Constaté cómo la lluvia rodea todo el exterior de la instalación pero no lleva a habitación alguna. una lluvia de apocalipsis y fin del mundo, reminiscencia de aquella exposición basada en el diluvio que tuvo lugar en la Tate y aparecía en "Dublinesca" de Enrique Vila-Matas.
Después pude todavía ascender a la quinta planta y, tras mucho preguntar, hallé la última obra de Dominique ("Dublinesca") en una terraza exterior hurtada a la mirada de los visitantes de la exposición permanente del museo. Pude observar esos libros abandonados a la intemperie sobre unas camas vacías. Libros ya desastrados por la lluvia y las infinitas jornadas transcurridas allí desde el pasado septiembre.  El tema era el de TH2058 y también el de la novela de VM "Dublinesca": en un futuro de lluvia monumental el museo, los libros, constituirían sería el abrigo para los refugiados.


Sin embargo, en esa versión de TH2058 en pequeña escala del Pompidou, inversamente, el refugio era justamente el exterior del museo, la intemperie, en una imagen fuerte y desoladora. Abandono de la lectura, últimas reminiscencias que permanecen más allá de los cristales. Aguardándonos. Suspendidos en raíles esqueléticos, desnutridos, sin colchón ni amortiguador alguno. Libros o criaturas al acecho. Incitando a que la mirada escape del arte dirigido, domesticado, para acceder a la gloria agridulce de este arte, que es literatura en su invitación a ser leído, que escapa de los carriles establecidos. Asolado por la lluvia, al borde de la desaparición; tan cerca de los ojos pero sustraído a la mirada, hundido en la irrealidad de lo exterior al museo, donde  palpita todo lo que en realidad es.

Aún me quedaron por ver las obras del Atelier Brancusi. Pero ya había alcanzado la comprensión que buscaba en esa Dominique González-Foerster en dos tiempos: para una auténtica vivencia del arte, para acceder a un estadio de "república del arte" a lo González-Foerster o Vila-Matas, hay que vestirse con la curiosidad expectante de un niño de tres años, para quien todo es una aventura y no entiende de relojes ni direcciones obligatorias, y a través del denso silencio de un bebé en el instante que media entre un despertar y otro.


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