sábado, 10 de abril de 2021

Pandemia y escritura: un pícnic, intentando que nadie se ahogue


                                                        Foto:  Flickr: puesta de sol de Mataró (arturdebat)

Si algo tiene esta época  es la extraña mezcla entre soledad e hipercomunicación. Nos piden que trabajemos en casa. Nos piden que nos quedemos en nuestra burbuja.  Muchos (afortunados) lo hacemos, acatamos todas las medidas y hacemos de tripas corazón. Pero somos seres sociables y echamos de menos quedar con nuestros amigos, con nuestros padres, sin calcular distancias y horarios, sin estar siempre pasando la vida por el tamiz de lo adecuado o lo responsable. Acaba siendo agotador este autocontrol, esta constante rebaja de lo pletórico, lo espontáneo,  lo hedonista. Por otro lado, no nos resignamos a ello y persistimos en comunicarnos por whatsapp, por Twitter, por teléfono, por correo. Mantenemos algunas amistades cotidianas que nos importan. Todavía creamos nuevas conexiones con desconocidos, o descubrimos que algunos conocidos en la distancia se vuelven compañías inseparables. Pero estamos tan mediatizados por las pantallas que a veces quisiéramos romperlas, pasar al otro lado de ellas, como Alicia en el espejo, y descubrir un mundo lleno de parámetros inesperados e imprevistos.

Por otro lado, si la soledad fuera tal y buscada, si la soledad fuera plena, si no tuviéramos que hiperconectarnos, podríamos dedicarla a una vida mucho más armoniosa como a veces deseamos: perdernos en la naturaleza, dedicarnos a cultivar manzanas y leer bajo el sol, mientras nuestros hijos se dedican a recolectar hormigas. Escribir largos ensayos sobre la existencia, encontrar la armonía definitiva de todos nuestros pasos, construir la casa de nuestros sueños. En fin, una vida idílica. Pero no hay posibilidad de vida idílica en plena pandemia. En una vida con pandemia, por mucho que queramos buscar la parte buena en todo, aceptar la nueva normalidad... Nada es normal y nada es más difícil que encontrar la armonía  mientras convivimos con las dificultades que la pandemia crea. En el mejor de los casos, y si no caemos enfermos, teóricamente disponemos de más tiempo,  pero igualmente es tiempo interrumpido, por las exigencias de la vida doméstica, por el teletrabajo, que fácilmente invade gran parte del día; porque nuestra mente ya se ha acostumbrado a la perpetua interrupción;  necesitamos saber de los otros, sentirnos animales en un mismo destino. Y por eso es imposible vivir idílicamente la pandemia, porque es una contradicción irresoluble. 

Hace tiempo que quería escribir sobre esto, sobre la armonía, o sobre la falta de ella, o la búsqueda de ella, según el día, pero en realidad mi vida está tan interrumpida que me es muy difícil encontrar el tiempo para escribir, la claridad mental para escribir, mucho más que cuando hacía muchas actividades exteriores y mi mente disponía de un orden claro, de un engranaje de funcionamiento que se activaba de modo diverso en relación a unas franjas delimitadas en el espacio y el tiempo.

Y, en fin, esta semana ha habido dos elementos que me han parecido una clave para intentar  escribir algo con sentido: por un lado, la vacuna, el hecho de vacunarme al fin. Por otro lado, la lectura de Jenny Offil, Clima.

El miércoles por la tarde, fui a vacunarme al CAP de Mataró de AstraZeneca. Después de meses de esperar a que me avisaran (nunca me avisaron), de pedir yo cita y luego me la cancelaran por las dudas sobre la vacuna, después de esperar a que me volvieran a avisar (nunca me volvieron a avisar), de pedir yo cita de nuevo, esperar hasta última hora a ver si la cancelaban, ir al CAP a mi hora, esperar a que me llamaran (nunca me llamaron), vacunarme la última del turno y a desgana de las enfermeras... Todo parecía indicar que el evento iba a ser del todo esperpéntico y kafkiano y podía arrepentirme luego de ello. (De hecho, llegar a casa y anunciarse la detención definitiva de la vacuna para mi franja de edad fue casi inmediato.)

Sin embargo, algo me sucedió al salir de la vacuna. Estaba dolorida, y aterrada, lo que reconozco. Tenía miedo a lo desconocido, a qué podría pasar dentro de mi cuerpo, pues es algo que escapa a nuestro control. Pero recordé algo. Recordé haberme sentido así cuando iba a dar a luz, el terror de ignorar cómo iba a producirse, qué iba a pasar por mi cuerpo y si acabaría bien. Pero entonces, por más que el motivo fuera alegre, me sentía sola en ese camino, mi cuerpo molde único que vivía en un momento imprevisible. Y ahora me sentí muy acompañada. En la distancia, por fin estaba igual que miles de millones de personas vacunadas con AstraZeneca, a pesar de las dudas, del miedo. Recordé por qué lo hacía: por mi marido, por mis hijas, por mis padres, por el mundo entero... Si a través de mí podía provocar una ligera disminución del riesgo de que alguien muriera, bienvenido sería el miedo a cualquier extrañeza en mis carnes. Ese pensamiento me iluminó y me ha acompañado desde entonces. Y el dolor en mi brazo me recuerda que estoy en ese mismo barco, que por fin hay algo concreto que he podido hacer, más allá de seguir existiendo en la pantalla.

Y el jueves por la noche, mientras pasaba una fiebre pasajera, cogí el libro Clima de Jenny Offill, que me aguardaba desde las navidades, y encontré el tono exacto que necesitaba leer, en esa mezcla de subjetividad, fragmentarismo, conexión y desconexión con los otros en que nos hallamos todos.



En las páginas 28/29 de la edición de Asteroide (traducción de Eduardo Jordá), la protagonista habla sobre la conferencia a la que asiste y el tema de la moralidad y 'lo normal'. Encontré un fragmento que me entusiasmó.

"'Lo que consideramos una persona buena, una persona de conducta moralmente digna no se juzga del mismo modo en las épocas de crisis o en circunstancias normales.' Muestra una diapositiva de gente haciendo pícnic en la orilla de un lago. Cielo azul, árboles frondosos, gente blanca.

'Imaginen que van de pícnic con unos amigos al parque. Este acto es moralmente neutro, pero si en un momento dado se dan cuenta de que un grupo de niños se están ahogando en el lago y ustedes continúan charlando y comiendo se han vuelto ustedes unos monstruos.'"

Y bien, ¿no debería preocuparnos ahora exactamente eso? ¿En qué pícnic pasamos nuestro tiempo? ¿Qué niños se están ahogando mientras?

Nuestra época es obligadamente solitaria, pero no por eso debería ser individualista. Preguntémonos cómo estar presentes para los otros desde nuestras burbujas. Presentes de algún modo útil, no solo presentes porque les damos la paliza para que recuerden que existimos. Es difícil. Muy difícil. Yo misma llevo meses deseando escribir, deseándolo intensamente, sin encontrar el momento para ello, diciéndome a la vez que es pueril, que a nadie le aporta nada que yo escriba. Sin embargo, tampoco hay nada que sepa hacer muy bien en vez de escribir y que pueda servir a otros. Ni sé arreglar cosas ni cocino muy bien ni tengo grandes iniciativas políticas. Así que por ahora no me queda otra que intentar escribir, y que el hecho de escribir no sea un acto puramente egocéntrico. Probablemente no sirva de nada. Y seguiré siendo alguien tomando pícnic mientras los niños se ahogan. Pero al menos quería explicar esto. Esta impotencia, este deseo de salvar algunos niños sin que se nos quiten las ganas de hacer pícnics.


                                                               Matisse. Picnic.

1 comentario:

  1. Una delicia leerte una vez más. Me has vuelto a guiar al compartir vivencias, sentimientos, pensamientos que casi no quería escuchar y que ahora me llenan de paz y fuerza al tener conciencia de que son comunes a más personas. Muchos más. Gracias por darle voz a esta vida a esta búsqueda y lucha interior que ahora se me hace más clara. Al compartir tu yo, me has hecho de lazarillo en mi mundo. Gracias. Qué hermoso saber hacer de fotógrafa de tu mundo interior y así abrirnos los ojos al nuestro.

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