Volver a los lugares de tu infancia tiene un encanto que no puede resumirse en el simple placer por revivir algo que fue agradable. Volver a esos lugares remueve todo un universo de sensaciones que nos permiten estar allí presentes, con nuestro mundo de ahora, sus satisfacciones y preocupaciones concretas, y a la vez seguir estando en nuestro universo de niños, un mundo sin límites precisos que parecía extinguido pero que repentinamente palpita.
En mi caso el viaje a Tobed me devuelve a un lugar donde todo parece bastarse a sí mismo, y donde hasta las incomodidades me resultan un lujo. El camino por la carretera a lo largo del Valle del Río Grío, ya pulsa una tecla única: de belleza austera y rotunda, las montañas bajas y redondeadas jalonadas de almendros, cerezos y olivos me da la entrada a otra manera de estar. Después el camino desde el pueblo hasta el Alto del Palomero acompaña en un olor especial, a campo seco y a noche que envuelve y te acoge como si te fueras a quedar allí para siempre. Las estrellas te parecerán iguales a las de entonces y el bar del pueblo, los familiares del pueblo, iguales exactamente a como lo fueron entonces, aunque los años todo lo hayan cambiado.
Luego está la casa familiar, ya en su decadencia, con sus humedades y grietas que reconoces como a unas viejas parientas queridas. Y a medida que vas abriendo puertas, que vas subiendo escaleras, tu cerebro va abriendo compuertas a unos recuerdos cada vez más pretéritos y vivos. Sabes que hay un granero donde se acumulan juguetes y trastos viejos, un granero que es el que ves y también el que viste hace diez años, hace veinte, hace treinta, y las diversas realidades se superponen a las veces que has soñado con ese granero y cuanto has fabulado que allí podría hallarse, y los juegos y lecturas que allí te han crecido, como quien dice, se mezclan con los juegos y lecturas que has imaginado que allí realizarías.
En cualquier caso, el lugar de infancia es un estado de ánimo. Y no hay mejor lugar de infancia que el lugar que veraneabas durante más días y veranos de tu vida, que han quedado inmovilizados en una alegría tan simple, tan básica, que apenas puedes creerlo. Ya solo deseas quedarte allí deambulando por todos los caminos, leyendo todos los libros.
Cuando tus hijas encuentren los juguetes antiguos, cuando salgan a la calle a jugar con coches y pelotas, cuando pasen el tiempo saltando y fabulando en sus camas, tendrás que contenterte para no quedarte allí mirándoles eternamente, una suave sonrisa en el rostro, el tiempo detenido que quisieras que nunca más corriera, esa casa habitada por todos quienes la han ocupado desde ayer y para siempre.
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