miércoles, 29 de agosto de 2018

Flâneuses en Paris



Hacer el flâneur una sola en París es fácil: requiere solo situarse en el mapa de París y reavivar la predisposición para seguir sus aristas. Hacer coincidir el pie real con el pie soñado. Recordar con Aragon que se puede mantener a través de los años el «sentiment du mervelleux quotidien» sin dejarse tragar por los hábitos de la edad adulta. Entender que esta calle, esta esquina es única, y también la de más allá. Perseguir las secuencias ya vividas anteriormente, revivir la melancolía de aquel puente, la vitalidad exuberante de aquel barrio, la emoción por recuperar lo que hay después de aquel arco. Buscar siempre algo más allá, algo nunca visto: la belleza de una fachada, el misterio que aguarda dentro de un museo, el frescor que emana una escalera oculta, el magnetismo de un pasaje escondido, y hacer de la ciudad una red de signos, como quería Benjamin. Continuar esa necesidad insaciable de recorrer el mapa entero de París, de retener en el cerebro todas sus estampas e ir calibrando sus variaciones mientras el tiempo se mueve en espiral, en el punto exacto de la modernidad, esa mitad del arte de la que hablaba Baudelaire, basada en lo contingente, lo transitorio, a caballo sobre la otra mitad del arte, lo eterno e inmutable.
Ahora bien, hacer el flâneur, o flâneuse, en compañía requiere algo más de entrenamiento. Especialmente si las flâneuses que te acompañan son tus hijas pequeñas.
Los recorridos nunca serán tan completos, nunca se accederá a todo cuanto uno deseara previamente, puesto que los pasos evanescentes del flâneur son sincopados por el hambre, la sed, los cambios necesarios de escenario, el ímpetu de jugar con lo que sea, un párquing de bicis, una máquina de fotos instantáneas. Aunque, si lo pensamos bien, en realidad no hay mayor reverberación de «el sentimiento moderno de la existencia» que este intento de vivir la ciudad en toda su intensidad y a la vez compartirlo con dos niñas pequeñas. Las contradicciones vividas hacen de ello algo todavía más ambivalente, más claroscuro, más único.  ¿Pues no es más auténtico flâneur el que no predice del todo sus pasos, el que se deja llevar por el viento de la oportunidad, el que captura una secuencia de la existencia que está a punto de desaparecer, de transmutarse en otra cosa? Ir con tus hijas no te permite no estar presente, no estar en el cénit exacto del segundo sin que la mente vuele a lugar alguno.

Estás ahí, en pleno centro de París, o en un barrio de las afueras. La vida tan abierta como cuando conociste la ciudad, la misma excitación cuando se hace de noche, pero una vida además multiplicada por tres. Sabes que el momento es solo vuestro, no hay horarios, nadie os espera. Apenas tienes tiempo de registrar lo vivido, pero estás tan fuertemente adherida al aire que pasa. Sabes que no tienes a nadie cerca a quien llamar ni que te llame. Y el peso de la libertad y la responsabilidad te sumerge en un vértigo irrefrenable, una angustia extraña e innombrable.

Estás ahí, como tantas veces atrás. Estás ahí. Pero ya no eres la misma, la ligereza no te conduce por un azar cualquiera, tus pasos ahora condicionan otros pasos y solo de ti dependen las decisiones y sus consecuencias. El peligro antes despreciado ahora se vuelve de perfiles más ciertos rondando en las esquinas, y un cristal puede romperse en mil pedazos, una niña resultar herida,  tú misma ser incapaz de permanecer como timón inmutable. Eres una con ellas y mimetizada en los alegres pasos, pero a la vez sabes que eres la única adulta, y eso hace que en ti se pose una sombra que no puedes expresarles, que está en ti sola, un yugo en el corazón que no habías previsto enmedio de un lugar hermoso, como un síndrome de Stendhal trasnochado. Has venido a Paris a hacer de flâneuse y te descubres una extraña, una mujer que quiere contagiar el amor por París a sus hijas pero que está temblando de miedo. 
Ya lo decía Vila-Matas, que cuando uno viaja solo lo extraño no es la ciudad sino  uno mismo. Y ahora tu extrañamiento es doble: pues vives en tu fuero interno la misma antigua extrañeza, acompañada de una tensión interna insobornable, una conciencia de fragilidad que se observa a sí misma en el límite. No te dejas amedrantar y estiras tu libertad, vuestra libertad hasta más allá de donde necesitas llegar, a la zaga de cuanto imprevisto depare el día. Pero acabas descubriendo que ya no quieres llegar hasta la orilla más escondida, hasta el puente más incierto. Algo en ti se deshace cuando superpones tu presencia de madre y tu presencia de paseante libre, hace ya casi veinte años. El fantasma de tu soledad veinteañera te invade, un fantasma que no puedes soportar ahora, que te rompe, al que necesitas atravesar y dejar atrás para siempre.

Afegeix la llegenda
Dejando fantasmas de lado, nuestros paseos a tres más o menos funcionarán así: decidiremos una dirección, un posible destino. Observaremos con deleite las calles de la ruta elegida, las fachadas que encontraremos al paso. Estaremos hasta en disposición de hacer algunas fotos. Continuaremos. Comenzaremos a descubrir algo de lo que buscábamos, nos fijaremos en aquellas cosas más peculiares, en cuántos candados hay en un puente, en cómo son las escaleras de ascensión a un museo. La mayor sigue el ímpetu de conocer conmigo; sus cinco años son pura receptividad, pura sensación, cuando no veleidad y dispersión si el cansancio acecha. La pequeña, pura vida e intuición sin razones, con sus tres años.

Después, si no antes, algo sucederá. Una de las tres (generalmente la más pequeña) caerá al suelo y se hará una herida y habrá que socorrerla; o bien otra de las tres (generalmente la pequeña también) decidirá que hay demasiada gente y quiere irse de allí. Otra de las tres (la mayor, plausiblemente, o las dos mayores) la socorrerá compasiva y también se decepcionará porque se ha descompuesto el plan, tratará de llevar a la niña para los pasos deseados, con éxito irregular. Finalmente el conflicto desembocará en un plan residual y no previsto: una visita a una plaza oculta detrás del lugar mayor, una escapada a un lugar risueño donde comer; sea como fuere, un lugar que permite el juego, el goce inmediato sin esperar a los frutos merecidos por una caminata o una visita. ¿Y no hubiera sido demasiado previsible realizar lo que uno pensaba? Al final siempre nos hallamos en un lugar donde las tres vidas pueden respirar, mirar las nubes, deleitarse con un espacio donde saltar o donde acompasar la mirada, ya libre de ningún forcejeo de voluntades. Y ese es, al final, el mayor triunfo que suelen encontrar durante sus paseos las flâneuses de la ciudad.



Cuando dejemos París por Orsay, en una casa donde nos esperan, la tensión se habrá tornado en reposo, la angustia por la seguridad. Pero también nos daremos cuenta de cómo echamos de menos continuar en el ímpetu del paseante libre. El momento donde las tres simplemente estamos, nos detenemos delante de un monumento comiendo un helado, o contemplamos las palomas en una plaza.  Que el día avance a su paso, que las emociones se encabalguen progresivamente mientras la noche se acerca. La curiosidad insaciable. Los miedos que se vencen. Las niñas flâneuses también necesitan improvisar, dejarse arrrastrar por una ráfaga, quedarse atrás por entre los barcos, murmurar una canción.  Y necesitaremos volver solas a la ciudad para revivirlo. 
Cuando acabe este viaje, conoceremos más en profundidad nuestros temores, nuestras alegrías. Habremos percibido con más claridad el perfil del vacío, la oquedad abierta de los caminos por inventar. Continuaremos el empeño de acompañarnos en diferentes registros, de seguir trenzando nuestras vidas en pos de su armonía individual y conjunta.

Y yo tal vez habré entendido al final por qué tenía que realizar este viaje ahora y de este modo.







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