
Hacer el
flâneur una sola en París es fácil: requiere solo situarse en el mapa de París y reavivar la predisposición para
seguir sus aristas. Hacer coincidir el pie real con el pie soñado. Recordar con
Aragon que se puede mantener a través de los años el «sentiment du mervelleux
quotidien» sin dejarse tragar por los hábitos de la edad adulta. Entender que
esta calle, esta esquina es única, y también la de más allá. Perseguir las
secuencias ya vividas anteriormente, revivir la melancolía de aquel puente, la
vitalidad exuberante de aquel barrio, la emoción por recuperar lo que hay
después de aquel arco. Buscar siempre algo más allá, algo nunca visto: la
belleza de una fachada, el misterio que aguarda dentro de un museo, el frescor
que emana una escalera oculta, el magnetismo de un pasaje escondido, y hacer de la ciudad una red de signos, como quería Benjamin. Continuar esa
necesidad insaciable de recorrer el mapa entero de París, de retener en el
cerebro todas sus estampas e ir calibrando sus variaciones mientras el tiempo se
mueve en espiral, en el punto exacto de la modernidad, esa mitad del arte de la que hablaba Baudelaire, basada en lo contingente, lo transitorio, a caballo sobre la otra mitad del arte, lo eterno e inmutable.

Ahora bien, hacer el
flâneur, o flâneuse, en compañía
requiere algo más de entrenamiento. Especialmente si las
flâneuses que te acompañan son tus hijas pequeñas.
Los recorridos nunca serán tan
completos, nunca se accederá a todo cuanto uno deseara previamente, puesto que los
pasos evanescentes del flâneur son sincopados por el hambre, la sed, los cambios
necesarios de escenario, el ímpetu de jugar con lo que sea, un párquing de
bicis, una máquina de fotos instantáneas. Aunque, si lo pensamos bien, en realidad
no hay mayor reverberación de «el sentimiento moderno de la existencia» que
este intento de vivir la ciudad en toda su intensidad y a la vez compartirlo
con dos niñas pequeñas. Las contradicciones vividas hacen de ello algo todavía
más ambivalente, más claroscuro, más único. ¿Pues no es más auténtico flâneur el que no
predice del todo sus pasos, el que se deja llevar por el viento de la
oportunidad, el que captura una secuencia de la existencia que está a punto de desaparecer, de transmutarse en otra cosa? Ir con tus hijas no te permite no estar presente, no estar en el
cénit exacto del segundo sin que la mente vuele a lugar alguno.

Estás ahí, en pleno centro de
París, o en un barrio de las afueras. La vida tan abierta como cuando conociste
la ciudad, la misma excitación cuando se hace de noche, pero una vida además
multiplicada por tres. Sabes que el momento es solo vuestro, no hay horarios,
nadie os espera. Apenas tienes tiempo de registrar lo vivido, pero estás tan
fuertemente adherida al aire que pasa. Sabes que no tienes a nadie cerca a quien llamar ni que te llame.
Y el peso de la libertad y la responsabilidad te sumerge en un
vértigo irrefrenable, una angustia extraña e innombrable.

Estás ahí, como tantas veces atrás. Estás ahí. Pero ya no
eres la misma, la ligereza no te conduce por un azar cualquiera, tus pasos
ahora condicionan otros pasos y solo de ti dependen las decisiones y sus
consecuencias. El peligro antes despreciado ahora se vuelve de perfiles más
ciertos rondando en las esquinas, y un cristal puede romperse en mil pedazos,
una niña resultar herida, tú misma ser
incapaz de permanecer como timón inmutable. Eres una con ellas y mimetizada en
los alegres pasos, pero a la vez sabes que eres la única adulta, y eso hace que
en ti se pose una sombra que no puedes expresarles, que está en ti sola, un
yugo en el corazón que no habías previsto enmedio de un lugar
hermoso, como un síndrome de Stendhal trasnochado. Has venido a Paris a hacer de
flâneuse y te descubres una extraña, una mujer que quiere contagiar el amor por
París a sus hijas pero que está temblando de miedo.

Ya lo decía Vila-Matas, que
cuando uno viaja solo lo extraño no es la ciudad sino
uno mismo. Y ahora tu extrañamiento es doble: pues vives en tu fuero interno la misma antigua extrañeza, acompañada de una tensión interna insobornable, una conciencia de
fragilidad que se observa a sí misma en el límite. No te dejas amedrantar y estiras tu libertad, vuestra libertad hasta más allá de donde
necesitas llegar, a la zaga de cuanto imprevisto depare el día. Pero acabas
descubriendo que ya no quieres llegar hasta la orilla más escondida, hasta el puente más incierto. Algo en ti se deshace cuando superpones tu presencia de madre y tu presencia de paseante libre, hace ya casi veinte años. El fantasma de tu soledad veinteañera te invade, un fantasma que no puedes soportar ahora,
que te rompe, al que necesitas atravesar y dejar atrás para siempre.
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Dejando fantasmas de lado, nuestros paseos a tres más o menos funcionarán así: decidiremos una dirección, un posible destino. Observaremos con deleite las calles de la ruta elegida, las fachadas que
encontraremos al paso. Estaremos hasta en disposición de hacer algunas fotos. Continuaremos. Comenzaremos a descubrir algo de lo que buscábamos,
nos fijaremos en aquellas cosas más peculiares, en cuántos candados hay en un
puente, en cómo son las escaleras de ascensión a un museo. La mayor sigue el
ímpetu de conocer conmigo; sus cinco años son pura receptividad, pura
sensación, cuando no veleidad y dispersión si el cansancio acecha. La pequeña,
pura vida e intuición sin razones, con sus tres años.

Después, si no antes, algo
sucederá. Una de las tres (generalmente la más pequeña) caerá al suelo y se
hará una herida y habrá que socorrerla; o bien otra de las tres (generalmente
la pequeña también) decidirá que hay demasiada gente y quiere irse de allí.
Otra de las tres (la mayor, plausiblemente, o las dos mayores) la socorrerá
compasiva y también se decepcionará porque se ha descompuesto el plan, tratará
de llevar a la niña para los pasos deseados, con éxito irregular. Finalmente el
conflicto desembocará en un plan residual y no previsto: una visita a una plaza
oculta detrás del lugar mayor, una escapada a un lugar risueño donde comer; sea
como fuere, un lugar que permite el juego, el goce inmediato sin esperar a los
frutos merecidos por una caminata o una visita. ¿Y no hubiera sido demasiado
previsible realizar lo que uno pensaba? Al final siempre nos hallamos en un
lugar donde las tres vidas pueden respirar, mirar las nubes, deleitarse con un
espacio donde saltar o donde acompasar la mirada, ya libre de ningún forcejeo
de voluntades. Y ese es, al final, el mayor triunfo que suelen encontrar
durante sus paseos las
flâneuses de la ciudad.

Cuando dejemos París por Orsay,
en una casa donde nos esperan, la tensión se habrá tornado en reposo, la
angustia por la seguridad. Pero también nos daremos cuenta de cómo echamos de menos continuar en el ímpetu del paseante libre. El momento donde las tres simplemente estamos, nos detenemos
delante de un monumento comiendo un helado, o contemplamos las palomas en una
plaza. Que el día avance a su paso, que las emociones se encabalguen progresivamente mientras la noche se acerca. La
curiosidad insaciable. Los miedos que se vencen. Las niñas flâneuses también
necesitan improvisar, dejarse arrrastrar por una ráfaga, quedarse atrás por
entre los barcos, murmurar una canción.
Y necesitaremos volver solas a la ciudad para
revivirlo.
Cuando acabe este viaje,
conoceremos más en profundidad nuestros temores, nuestras alegrías. Habremos
percibido con más claridad el perfil del vacío, la oquedad abierta de los
caminos por inventar. Continuaremos el empeño de acompañarnos en diferentes
registros, de seguir trenzando nuestras vidas en pos de su armonía individual y conjunta.
Y yo tal vez habré entendido al final por
qué tenía que realizar este viaje ahora y de este modo.