martes, 3 de julio de 2018

El dolor de los demás: persiguiendo los demonios propios y ajenos




¿Puede un relato dar cuenta de la realidad que nos rodea? El reto es difícil, porque de sobras sabemos que la palabra escasamente accede a rozar la entidad de lo existente, más allá del pensamiento que le da forma. ¿Y puede el yo escritor actuar como detective que ahonda en las huellas de las existencias ajenas y acercarse hacia una verdad escondida? Puede, siempre que sea consciente de sus claroscuros, de sus trampantojos. Como lo hace el texto de Miguel Ángel Hernández, El dolor de los demás, tercera novela del autor murciano que lo consolida como una de las voces más sólidas del panorama actual. Las novelas anteriores eran en apariencia muy diferentes a esta: en Intento de escapada y El instante de peligro sus protagonistas se movían dentro de un entorno que giraba en torno a la experiencia artística. En cambio, en El dolor de los demás, se profundiza sobre una tragedia ocurrida en la huerta de Murcia, en una población católica y cerrada sobre sí misma; un caso truculento, digno de telediario, donde un muchacho de aspecto “normal” y anodino, una Nochebuena cualquiera, de madrugada, y si explicación racional, mata a su hermana y después se suicida.
Ahora bien, en El dolor de los demás, como en las demás novelas del autor, lo importante no son los hechos en sí sino la perspicacia y desnudez de la voz narradora que construye el relato o deberíamos decir que persigue el relato. Así, el lector tendrá la sensación de acompañar al autor en su búsqueda de sentido, donde el texto refracta sobre sí mismo en un laberinto de verdades. El aserto que se va repitiendo a lo largo de la novela es: “Mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco”; la frase emergió por azar en una conversación con un escritor amigo y sembró el embrión de la novela, como se nos cuenta. Ante tal enunciado, tan monstruoso como inasumible, el yo narrativo se sumerge en el difícil reto de acercarse a cuanto sucedió aquella noche. Y a lo largo de dicha inmersión en el propio pasado, en el de su amigo, y en el de su lugar de nacimiento, Miguel Ángel Hernández nos hipnotiza con su prosa de gran sencillez y poder sugestivo, que alterna el presente de la investigación con el pasado. Y en realidad se da un curioso quiasmo paradójico en las formas verbales, puesto que mientras las escenas del pasado se relatan en tiempo presente, un presente vivaz, hecho de retazos de sensaciones, en segunda persona, las escenas que narran la búsqueda de esa historia se relatan en pasado, configurando una construcción narrativa al uso. Así, mientras la escena del crimen aparece bruta, desnuda, desde el punto de vista del adolescente Miguel Ángel, en su estado de shock e incredulidad durante las horas posteriores, se produce una suerte de vibrante heterocronía, de manera que ese tiempo se va entremezclando con el tiempo de la narración principal, donde el Miguel Ángel maduro, ya consolidado novelista, trata de acercarse a la historia desde múltiples ángulos: a través de los personajes participantes (vecinos, amigos, familiares) y también a partir de los documentos que el tiempo ha dejado en herencia (noticias, archivos judiciales...).
El narrador- investigador navegará a la deriva, buceando en la perplejidad de los recuerdos subjetivos y la extrañeza de las noticias antiguas donde él, como mejor amigo, aparece como personaje. Hasta que se dará cuenta (junto con el lector) de que la verdad que anda persiguiendo no reside en lo que sucedió realmente, sino la percepción que él mismo puede alcanzar sobre ello. En plena era de la posverdad, Miguel Angel Hernández nos brinda un ejercicio intelectual y emocional lúcido y de gran coraje, en la estela de grandes autores como Carrère o de Vigan. Esta literatura, que es confesional pero que construye un mundo en sí misma, se lee con rabiosa intensidad, hasta el punto que el lector sentirá que escribe él mismo palabra a palabra ese texto de una Huerta murciana ya convertido en escenario universal, donde prevalece la lucha por enfrentar y asumir los demonios más tenaces que desde la juventud nos habitan.

Esta reseña apareció en el Heraldo el 31 de mayo de 2018

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