El pasado 30 de mayo tuvo lugar la presentación de la novela “El dolor de los demás” del murciano Miguel Ángel Hernández en la Librería Calders, de Barcelona.
El lugar no podía ser más propicio: el escenario de madera y piedra de la librería, como lugar de encuentro casual entre el piano y la barra de bar, crea un marco inspirador que invita a la tertulia intimista, como el libro de Hernández.
Podríamos decir que Miguel Ángel Hernández es el más internacional e hiperactivo de los escritores murcianos. Profesor de arte, novelista, ensayista, ha sabido compaginar su labor de agitador cultural en Murcia con las estancias de investigación en Estados Unidos, y la atención al arte y la literatura contemporáneos no le ha impedido dedicarse a la creación literaria más individual y propia. Hernández es un valor que tiene que irse consolidando en el panorama de la literatura española actual. Pero todavía en Barcelona no ha llegado a oídos de la mayor parte del público lector, por más que el autor sea premio ciudad de Alcalá de narrativa por “Intento de escapada” y finalista de Premio Herralde de Novela por “El instante de peligro”. Por eso fue un especial gusto para la autora de estas líneas comprobar cómo la Calders entera se rendía al autor y cómo la plana entera de Anagrama, Herralde incluido, acudió a hacer su merecido homenaje a Hernández.
Ahora bien, como los mejores espíritus, que tienen mucho que decir, pero cuyo discurso se sitúa no en la certeza absoluta sino en la indagación, en la misma duda, el autor se presentó con una ausencia total de soberbia. Con su gorra calada, acompañando de Llúcia Ramis, saludaba con timidez al adentrarse en la librería, como si tuviera que agradecer a cada una de las personas que decidieron pasar allí esa tarde. Miguel Ángel Hernández se expresa con tanta precisión como sencillez, como si en el mismo momento de encuentro con el público se hiciera consciente de aquello que quiere comunicar, como si nunca hubiera dejado de ser aquel joven que salió de la Huerta murciana o todavía tuviera que hacerse perdonar por pretender ser otro.
Llúcia Ramis ejerció de acertada jefa de ceremonias, conduciendo la conversación hacia el lugar más adecuado, no el del que hurga en aquello apenas nombrable, sino en el del que indaga sobre los motivos de la escritura y cuanto rodea a su efecto en la realidad, que es aquello más relevante en la novela de Hernández. Ganadora del concurso de Narrativa en català Anagrama de este año, por “Les possessions”, novela sobre otro retorno a los orígenes, Ramis destacó cómo las dos obras acceden a conclusiones similares desde lugares diferentes; cuando se investiga sobre hechos relacionados con el propio entorno, lo que prima es la interrogación sobre uno mismo y a la vez la asunción del riesgo que conlleva tratar de acercarse a la verdad. Si “Las posesiones” trataba sobre el pasado de la historia familiar de la protagonista, a partir de un regreso a Palma. “El dolor de los demás” de Hernández ahonda en el regreso a su lugar de origen, un rincón de la Huerta murciana, y la interrogación del autor sobre un hecho luctuoso incomprensible de su pasado: el día en que, con 18 años, su mejor amigo mató a su hermana y después se suicidó.
“El dolor de los demás”, pues, pudiera parecer a primera vista una novela alejada de las anteriores del mismo autor: estas se construían sobre interrogantes artísticos, ya sobre lo moral en el arte contemporáneo en “Intento de escapada”, ya sobre el peso de la emoción y el paso del tiempo y cómo todo ello se transmuta en arte en “El instante de peligro”. También podríamos colegir que se aleja del registro de sus diarios, en los que reflexiona sobre el haz y el envés de la escritura, en textos como “Presente continuo” o “No ha lugar”. Ahora bien, “El dolor de los demás” en realidad es una obra muy cercana a las anteriores, como el autor mismo especificó en la presentación; puesto que predomina en ella la interrogación sobre el sentido, si bien ahora la materia de partida no constituya el mundo del arte sino un material más humano, más bruto, y como tal más cercano a la emoción del mismo autor, sin apenas filtros que separen lo escrito de la experiencia, o al menos sin otros filtros que los que provoca el mismo intento de aprehender las emociones y las dudas con la escritura. Y es que en realidad lo más importante de la novela, nos explicó, parte de la imposibilidad de la escritura; el fracaso mismo de la escritura; el intento de acceder a una realidad que siempre se escapa de las manos. Desde la destemporalización, desde la desincronización, el reto anida en encontrar la distancia justa entre el dolor de lo cercano y la banalización de lo distante, en la estela de Lacan. Han pasado 20 años desde que murió su amigo, la distancia perfecta, en apariencia, pero quizás no, quizás aún es demasiado poco; de hecho, como nos explicó Hernández y como podemos leer en el mismo libro, legalmente son 25 años los que tienen que pasar para que se pueda consultar cierto material sensible en los registros oficiales.
Miguel Ángel Hernández intenta, así, con la distancia de veinte años, acceder a la verdad de la historia de cuanto sucedió aquella noche de navidad en él mismo y su entorno. Para ello localiza diversos materiales, como el vídeo del año 1995 donde su yo adolescente era entrevistado. Trata de rehacer todos sus recuerdos de aquellos días, en un presente que se encabalga en segunda persona, como un diálogo consigo mismo, buscando la distancia justa entre la personalización y la distancia. Al mismo tiempo, narra su proceso de búsqueda de la historia a la par que decide abrir la conversación sobre cuanto sucedió para dar voz a los otros. Vuelve a la Huerta, se enfrenta al vértigo de los mismos lugares que fueron testigos de los hechos, y conversa con todos aquellos que quedan, única excepción de la familia más directa de las víctimas, en respeto a su dolor. Y encuentra no pocas sorpresas: hay gente que no ha parado de hablar del crimen durante todo ese tiempo y enarbolar variadas teorías sobre ello, y hay otros que se diría llevaban tiempo deseando hablar sobre ello y que alguien los escuchara.
Sea como fuere, abrir una puerta al pasado e inserir las personas reales en la novela tiene consecuencias, y en ello coincidieron Ramis y Hernández. Como mínimo, la gente no se ve del todo reflejada cuando es ubicada como personaje, ya que inevitablemente aparecen reducidos como “monigotes”. Bromas aparte, hay que asumir esos daños colaterales previamente: “Si no asumiéramos el riesgo no escribiríamos”, dice Hernández. Hay que “jugar con materiales radioactivos e intentar que no explote.”
Además de todo ello, en la presentación los oyentes pudimos disfrutar de la explicación de los claroscuros del proceso creativo. Así, a medida que avanzaba en la novela el autor pronto se dio cuenta de que lo importante no era hallar la resolución de lo que sucedió realmente, si bien resultara tentador el acceso a unas imágenes y unas pruebas que lo explicaran todo. El interrogante real estaba en el modo de abordar lo que sucedió, algo que afectó su propia juventud y que nunca logró metabolizar del todo. Se trataba de conjugar un espacio entre la voluntad de avanzar en la verdad y el respeto al dolor de los demás y teniendo en cuenta también la aceptación de los límites de la escritura y del conocimiento de la realidad; un auténtico “tour de force” entre decir algo y no. Este era el verdadero reto, y lo que hizo que varias veces retomara la historia para reformularla de nuevo. En realidad poco a poco, nos cuenta Hernández, fue llegando a la conclusión de que el crimen era una suerte de “Mc Guffin” y que el auténtico tema de escritura era su pasado, él mismo. Y el crimen de verdad era “abandonar el origen”. Y eso percibe también el lector, que queda apresado por la agitación de las páginas, por lo agridulce del camino que lleva a los demonios del pasado, que nunca dejan de estar del todo presentes; y esas noches de insomnio son también las nuestras: un insomnio universal.
Por otro lado, por la mediación de Ramis se nos planteó otro tema, el de la mujer como víctima silenciada. “Hay algo que la mujer ve y el hombre y el escritor no ven hasta mucho después”, dijo, incisiva. Efectivamente, el foco de la atención recae desde el principio sobre el asesino / suicida, puesto que el punto de vista aún años después es el del amigo que no puede lograr entender cómo “mi amigo ha hecho algo terrible”. En cambio ella, la hermana muerta prematuramente, es la víctima silenciada, la víctima en la sombra. En ese momento el foco suyo era otro, y él en el fondo “sigue pensando como en el 1995” en cuanto atañe este tema, hasta que en medio del proceso creativo es consciente de la magnitud de lo que se está quedando en la sombra. “El foco hoy habría sido otro”, admite. Pero, aunque sea con retraso, en el libro hemos podido advertir el momento en el que se da la vuelta al argumento y hay un interés real por saber quién era ella y al unísono nos damos cuenta del peso morboso que todavía recae sobre los agresores, olvidando en la cuneta a las víctimas de sus actos. Aunque sea en la distancia Hernández hace un esfuerzo por ponerse del lado del otro y acceder a un atisbo de comprensión, a un atisbo de ética también, por el tratamiento con el que cuida la historia.
Como aspecto interesante, Hernández nos cuenta asimismo que el libro ha ido adquiriendo sentido después del libro. Escribir “El dolor de los demás” le ha llevado a muchas conversaciones, sobre todo con todos sus paisanos que han participado de alguna manera en la novela. La escritura no cura, nos confiesa, simplemente va abriendo emociones ocultas y aquello que ha quedado escondido. Pero aunque así sea tiene sentido escribir. “Escribir para iniciar una conversación”, comprobar que “no estamos solos.”
Especialmente nos sedujo la narración sobre cuanto sucede en el Yeguas, el bar de almuerzo que es el punto de encuentro para tantas conversaciones durante y después del libro. El Yeguas se ha convertido ahora en un túnel que escapa más allá del tiempo entre el pasado y el presente: un lugar de transición, un ritual de paso, donde se accede a los tiempos modernos y a la vez el tiempo se ha detenido, como un mismísimo pasaje de los que hablaba Walter Benjamin. En definitiva, todo esto ha servido a Miguel Ánguel Hernández para darse cuenta de que el Yeguas ya se ha convertido en el Pasaje por antonomasia de la Huerta de Murcia.
Y, por extensión, en este clima de confesiones y de literatura hecha de pesadilla, de pensamiento, de sudor y de verdad, o de la búsqueda de una verdad imposible, la Calders misma se volvió un Pasaje ritual donde los presentes pudimos evadirnos del tiempo y metamorfosearnos en seres que pasean, que reflexionan, como aquellos dandies que deambulaban por París acompañados de su tortuga. Y la lentitud del instante sabe a momento inolvidable y a arte que se arriesga. Y la tarde se diluye con una sensación agridulce: sabes que se te ha hecho corto, que desearías que la conversación se alargara, pero sabes también que la vida sigue, que el arte sigue, y habrá otras lecturas, otras conversaciones, otras tardes que continuarán la estela del encuentro que se ha producido hoy.
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