Veníamos del sol y de
las vacaciones cuando llegamos a Tarascon; los días eran largos como aperitivos
al verano; en la piel llevábamos adherido el viento suave y el cielo límpido de
la Provenza; los ojos se habían acostumbrado a las colinas redondeadas y a la
generosa anchura del río Rhône. No contábamos con que, a la entrada de la población
y ejerciendo de centinela del imponente castillo, nos encontraríamos con la
escultura de aquel ser monstruoso que llaman La Tarasca. Mitad tortuga, mitad
dragón, sus ojos enfebrecidos y su boca entreabierta no auguraban nada bueno.
─ Seguro que es un
dragón que asustaba a la princesa del castillo ─aventuró Alma.
─ Sí, contesté yo,
es posible ─y miré de reojo al rostro expectante de mi hija, siempre
impresionable y propicia al cuento, a un cuento que reconforte y no aterrorice;
esperaba algo de mí, que la guiara entre lo turbio de la historia, y sobre todo
que le indicara que aquello podía acabar bien, y que de todo eso se podía
extraer una conclusión que alegraría aún más los colores de la tarde.
─ Bueno ─improvisé─ ya
investigaremos; es posible que la Tarasca asuste un poco a la princesa, pero yo
creo que al final se salvará…
─ … ¡porque vendrá
un caballero a rescatarla! ─me interrumpió ella, feliz por su deducción.
Y fue en ese
instante cuando una aprensión extraña vino a sobrecogerme. ¿Ese es el fondo de
los relatos que transmitimos a nuestras niñas? ¿Que bajo cualquier amenaza
subyace la promesa de una salvación por mano masculina? Qué cuentos explicamos
a un niño, me he preguntado siempre; leedles cuentos, estimuladles, desde bien
pequeños, se nos ha dicho hasta la saciedad. Pero contar es explicar el mundo;
pero narrar sucesos con sus consiguientes moralejas es introducir en su cabeza
unas ideas que van a confluir en su interpretación del mundo, en la forma y
color de sus emociones. Mejor contarles historias más actuales, que partan de
situaciones cotidianas, sugieren algunos, esas historias antiguas de terror o
de religión están pasadas de moda. Sí, para qué llenarles la cabeza de infiernos,
de caballeros con espadas y de monstruos, pero ¿vamos a desechar la tradición
como caramelo caducado? ¿Y vamos a quedarnos solo con su envoltorio, y seguir
celebrando de manera superficial las festividades que enmarcan los años? ¿No
queremos también educar a nuestros hijos en la curiosidad por el origen de
cuanto nos rodea? ¿No deseamos que puedan interesarse por las leyendas de
nuestras tierras o aquellas por las que viajamos? Por qué negarles ese legado.
Pero habrá quizás que elegir muy bien la historia, filtrar la ocasión, modificar
el hilo narrativo cuando haga falta para que se trence con naturalidad con el
mundo emocional de tu hijo. Contadles cuentos a vuestros hijos, sí, diría si
alguien me preguntara, de todo tipo, tradicionales, modernos, de la propia
tierra y extranjeros, pero dejando que mientras los contéis se adapten al
carácter de vuestro hijo, que se amolden a sus días y sus pasos y lo que están
preparados para escuchar en la siguiente esquina; que los cuentos les hagan
fuertes y les den herramientas para entender cuanto les sucede. Contadles
cuentos sí, pero no pasivamente, no limitándoos a leer lo que la letra esconde,
sino dejándoos llevar por el relato, y unir las palabras de los libros con aquellas
con las que acompañáis al hijo en su camino diario; dejándoos catapultar por el
cuento para que la imaginación se dispare y vaya al encuentro del mundo único
de vuestro hijo.
Desde que Alma
cumpliera dos años y empezara a interesarse por las historias ya me había tenido
que enfrentar a ese reto de recreación constante de los cuentos; quería conocer
la leyenda de Sant Jordi después de que hablaran de él en la guardería; pero pronto
le daban miedo el dragón y la sangre, así que empezaba a modificar la historia
al hilo de su rostro, primero con sutileza, después ostensiblemente. En el
mundo de Alma el dragón se hacía amigo de la princesa y jugaban al escondite;
la chica de la caja de cerillas no moría sino que iba al cielo volando con su
abuela; barba azul poseía un castillo lleno de tesoros y aprendía a
compartirlos con todas sus amigas.
De modo que aquella
tarde, cuando entre el azul refulgente de Tarascon nos hallamos frente a la
Tarasca y el rostro de Alma volvió hacia mí sus ojos verdes, aguardando el
final de la historia, algo en mí saltó como un resorte:
─ Tal vez la
princesa no necesite que la salve un caballero. Tal vez puede salvarse a sí
misma.
Lo había dicho sin
pensar y me sorprendió mi propia contundencia. Frente a mí, los rostros de Alma
y Edna parecían acompasar mis palabras, sus ojos perspicaces riendo, las
piernas vivaces y los desordenados cabellos meciéndose al son del viento
provenzal; y yo sonreí como ellas y como ellas me puse a imitar el rugido de la
tarasca y el brazo de princesa que viene a someterla, y me dije que era eso,
exactamente eso, que daba igual la historia que explique, mientras no les transmita
miedo ni la idea de que necesitarán nunca a nadie para seguir adelante.
Poco después
continuábamos nuestro deambular por Tarascón, convertidas en amazonas rústicas
que se asoman al cauce desierto del Rhon, otean el horizonte del castillo entre
los árboles, cabalgan por las calles empedradas y ventanales coloridos repartiendo
sonrisas desafiantes, ascienden por todos los pilones y escaleras a su alcance,
intrépidas. Los pasos alocados de Edna nos guiaban hacia el corazón laberíntico
de aquella población, siempre adelante, sin mirar atrás; la voz delicada de
Alma que jugaba al perrito mimoso lograba que perdiéramos la noción del tiempo.
Y, cuando parecía que ya Tarascon había descubierto todos sus secretos para
nosotros, cuando ya volvíamos de vuelta hacia el aparcamiento, pasamos por una
calle de portales abovedados donde nos entretuvimos a mirar los escaparates
ahora cerrados; y, de repente, allí estaba: la Tarasca, en su versión de figura
popular; esperando su momento para salir a desfilar en las festividades
correspondientes. Sus ojos eran desafiadores y cómplices a la vez. Junto a
ella, en seguida descubrimos otra figura, la de un caballero de rasgos suaves y
pelo largo… ¿o sería una mujer que ejercía de caballero? Pero al fin lo
encontramos: un cartel explicaba la historia completa de la Tarasca. Y la
sorpresa fue mayúscula al comprobar que nuestra imaginación nos había llevado
cerca, muy cerca de la verdadera historia –si es que podemos llamar verdadera a
una leyenda. Pues la Tarasca era efectivamente un monstruo legendario que devastaba
el pueblo, devoraba a los niños, sembraba la confusión; el pueblo entero había
rogado por que alguien viniera a ayudarles. Y fue una mujer, Santa Marta, la
que oyó sus ruegos y quiso interceder por ellos. Y lo hizo a su modo: se acercó
al monstruo sin armas y le dirigió palabras suaves y reconfortantes, tras lo
cual la Tarasca se volvió un animal dócil y amaestrado. Santa Marta tomó una
cinta lila y la Tarasca introdujo en ella su cabeza y se dispuso a pasear en su
compañía. La fascinación hizo mella en mi hija Alma, que pasó el resto del día
jugando a que yo era una Tarasca feroz y ella era Santa Marta que ponía una
mano en mi lomo y hacía de mí su dulce perrito.
Este Sant Jordi tal
vez imaginaremos que la princesa le pide a Sant Jordi que no se preocupe y busca
el amparo de su amiga Santa Marta; juntas, con sus voces almibaradas, amansarán
pronto al dragón, e invitarán a dragón y caballero a leer más libros y pelear
menos; después saldrán en su compañía a recorrer las calles más allá del
castillo, a inundar su vista de flores, a atravesar el mundo sin huella alguna
del miedo.
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