viernes, 21 de abril de 2017

La Tarasca: Una leyenda provenzal



Veníamos del sol y de las vacaciones cuando llegamos a Tarascon; los días eran largos como aperitivos al verano; en la piel llevábamos adherido el viento suave y el cielo límpido de la Provenza; los ojos se habían acostumbrado a las colinas redondeadas y a la generosa anchura del río Rhône. No contábamos con que, a la entrada de la población y ejerciendo de centinela del imponente castillo, nos encontraríamos con la escultura de aquel ser monstruoso que llaman La Tarasca. Mitad tortuga, mitad dragón, sus ojos enfebrecidos y su boca entreabierta no auguraban nada bueno.
─ Seguro que es un dragón que asustaba a la princesa del castillo ─aventuró Alma.
─ Sí, contesté yo, es posible ─y miré de reojo al rostro expectante de mi hija, siempre impresionable y propicia al cuento, a un cuento que reconforte y no aterrorice; esperaba algo de mí, que la guiara entre lo turbio de la historia, y sobre todo que le indicara que aquello podía acabar bien, y que de todo eso se podía extraer una conclusión que alegraría aún más los colores de la tarde.
─ Bueno ─improvisé─ ya investigaremos; es posible que la Tarasca asuste un poco a la princesa, pero yo creo que al final se salvará…
─ … ¡porque vendrá un caballero a rescatarla! ─me interrumpió ella, feliz por su deducción.
Y fue en ese instante cuando una aprensión extraña vino a sobrecogerme. ¿Ese es el fondo de los relatos que transmitimos a nuestras niñas? ¿Que bajo cualquier amenaza subyace la promesa de una salvación por mano masculina? Qué cuentos explicamos a un niño, me he preguntado siempre; leedles cuentos, estimuladles, desde bien pequeños, se nos ha dicho hasta la saciedad. Pero contar es explicar el mundo; pero narrar sucesos con sus consiguientes moralejas es introducir en su cabeza unas ideas que van a confluir en su interpretación del mundo, en la forma y color de sus emociones. Mejor contarles historias más actuales, que partan de situaciones cotidianas, sugieren algunos, esas historias antiguas de terror o de religión están pasadas de moda. Sí, para qué llenarles la cabeza de infiernos, de caballeros con espadas y de monstruos, pero ¿vamos a desechar la tradición como caramelo caducado? ¿Y vamos a quedarnos solo con su envoltorio, y seguir celebrando de manera superficial las festividades que enmarcan los años? ¿No queremos también educar a nuestros hijos en la curiosidad por el origen de cuanto nos rodea? ¿No deseamos que puedan interesarse por las leyendas de nuestras tierras o aquellas por las que viajamos? Por qué negarles ese legado. Pero habrá quizás que elegir muy bien la historia, filtrar la ocasión, modificar el hilo narrativo cuando haga falta para que se trence con naturalidad con el mundo emocional de tu hijo. Contadles cuentos a vuestros hijos, sí, diría si alguien me preguntara, de todo tipo, tradicionales, modernos, de la propia tierra y extranjeros, pero dejando que mientras los contéis se adapten al carácter de vuestro hijo, que se amolden a sus días y sus pasos y lo que están preparados para escuchar en la siguiente esquina; que los cuentos les hagan fuertes y les den herramientas para entender cuanto les sucede. Contadles cuentos sí, pero no pasivamente, no limitándoos a leer lo que la letra esconde, sino dejándoos llevar por el relato, y unir las palabras de los libros con aquellas con las que acompañáis al hijo en su camino diario; dejándoos catapultar por el cuento para que la imaginación se dispare y vaya al encuentro del mundo único de vuestro hijo.
Desde que Alma cumpliera dos años y empezara a interesarse por las historias ya me había tenido que enfrentar a ese reto de recreación constante de los cuentos; quería conocer la leyenda de Sant Jordi después de que hablaran de él en la guardería; pero pronto le daban miedo el dragón y la sangre, así que empezaba a modificar la historia al hilo de su rostro, primero con sutileza, después ostensiblemente. En el mundo de Alma el dragón se hacía amigo de la princesa y jugaban al escondite; la chica de la caja de cerillas no moría sino que iba al cielo volando con su abuela; barba azul poseía un castillo lleno de tesoros y aprendía a compartirlos con todas sus amigas.
De modo que aquella tarde, cuando entre el azul refulgente de Tarascon nos hallamos frente a la Tarasca y el rostro de Alma volvió hacia mí sus ojos verdes, aguardando el final de la historia, algo en mí saltó como un resorte:
─ Tal vez la princesa no necesite que la salve un caballero. Tal vez puede salvarse a sí misma.
Lo había dicho sin pensar y me sorprendió mi propia contundencia. Frente a mí, los rostros de Alma y Edna parecían acompasar mis palabras, sus ojos perspicaces riendo, las piernas vivaces y los desordenados cabellos meciéndose al son del viento provenzal; y yo sonreí como ellas y como ellas me puse a imitar el rugido de la tarasca y el brazo de princesa que viene a someterla, y me dije que era eso, exactamente eso, que daba igual la historia que explique, mientras no les transmita miedo ni la idea de que necesitarán nunca a nadie para seguir adelante.
Poco después continuábamos nuestro deambular por Tarascón, convertidas en amazonas rústicas que se asoman al cauce desierto del Rhon, otean el horizonte del castillo entre los árboles, cabalgan por las calles empedradas y ventanales coloridos repartiendo sonrisas desafiantes, ascienden por todos los pilones y escaleras a su alcance, intrépidas. Los pasos alocados de Edna nos guiaban hacia el corazón laberíntico de aquella población, siempre adelante, sin mirar atrás; la voz delicada de Alma que jugaba al perrito mimoso lograba que perdiéramos la noción del tiempo. Y, cuando parecía que ya Tarascon había descubierto todos sus secretos para nosotros, cuando ya volvíamos de vuelta hacia el aparcamiento, pasamos por una calle de portales abovedados donde nos entretuvimos a mirar los escaparates ahora cerrados; y, de repente, allí estaba: la Tarasca, en su versión de figura popular; esperando su momento para salir a desfilar en las festividades correspondientes. Sus ojos eran desafiadores y cómplices a la vez. Junto a ella, en seguida descubrimos otra figura, la de un caballero de rasgos suaves y pelo largo… ¿o sería una mujer que ejercía de caballero? Pero al fin lo encontramos: un cartel explicaba la historia completa de la Tarasca. Y la sorpresa fue mayúscula al comprobar que nuestra imaginación nos había llevado cerca, muy cerca de la verdadera historia –si es que podemos llamar verdadera a una leyenda. Pues la Tarasca era efectivamente un monstruo legendario que devastaba el pueblo, devoraba a los niños, sembraba la confusión; el pueblo entero había rogado por que alguien viniera a ayudarles. Y fue una mujer, Santa Marta, la que oyó sus ruegos y quiso interceder por ellos. Y lo hizo a su modo: se acercó al monstruo sin armas y le dirigió palabras suaves y reconfortantes, tras lo cual la Tarasca se volvió un animal dócil y amaestrado. Santa Marta tomó una cinta lila y la Tarasca introdujo en ella su cabeza y se dispuso a pasear en su compañía. La fascinación hizo mella en mi hija Alma, que pasó el resto del día jugando a que yo era una Tarasca feroz y ella era Santa Marta que ponía una mano en mi lomo y hacía de mí su dulce perrito.

Este Sant Jordi tal vez imaginaremos que la princesa le pide a Sant Jordi que no se preocupe y busca el amparo de su amiga Santa Marta; juntas, con sus voces almibaradas, amansarán pronto al dragón, e invitarán a dragón y caballero a leer más libros y pelear menos; después saldrán en su compañía a recorrer las calles más allá del castillo, a inundar su vista de flores, a atravesar el mundo sin huella alguna del miedo.

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