Acaba el verano y septiembre ya se precipita a nuestros brazos, con un sinfín de tareas pendientes que se mantuvieron perezosamente en el umbral durante el julio y el agosto, con la promesa de nuevos descubrimientos y horizontes, también con el recordatorio que los años pasan inexorablemente.
Septiembre empieza no con la nitidez de antaño con la cabeza despejada después de aquella famosa gran "desconexión" veraniega de la juventud, sino con una suerte de caos mental donde se amalgaman los cuidados infantiles a mis niñas de 1 y 3 años, las mil y una secuencias de este verano donde hemos descubierto vivencias, amores, palabras, historias, lugares; todo ello aderezado con las propias búsquedas personales mentales y literarias sincopadas entre algunos rincones de descanso, y bajo la tonalidad de tantas amistades y familiares que danzan con nosotros tantos ratos. Dicho torbellino veraniego, gozoso e imborrable, me llena de gran felicidad si no fuera por la inquietud propia de una mente como la mía que (aunque muchos no lo dirían) necesita organizar todo, cada cosa en su lugar, hasta los recuerdos, las experiencias, los propósitos.
Y por eso cada septiembre, el mes donde todo empieza, los cursos, los planes, y también una nueva edad en mi caso, surge la necesidad de digerir todas las vivencias, los objetos y las lecturas, ponerlo todo en su lugar para que no naufrague en el océano de lo inenarrable o del olvido.
Y me decía este primero de septiembre que ojalá dispusiera todavía de medio verano para asimilar el verano vivido en vivencias y lecturas y personas e ideas y para prepararme el septiembre como un auténtico continente nuevo e inmaculado por explorar.
Hasta que me he dado cuenta de algo. De que tal vez septiembre es precisamente eso. El mes de transición donde todavía dura el verano, todavía puede una permitirse unas tardes gozosas en la arena mirando el horizonte, unas cenas con aquellos amigos que juraste no pasaría el verano sin verlos, donde todavía hay tiempo de organizar las fotos, de apuntar las lecturas, de revisar y cepillar los trastos, físicos y mentales, de ajustar los prismáticos para la visión inédita del nuevo curso que empieza. Habrá tiempo de llevar a las niñas al cole e ir arañando unos ratos para adueñarse aunque sea un poco del espacio doméstico; pero también habrá tiempo para eludir con ellas lo institucional, lo que nos viene de fuera, y dejarnos llevar sin relojes por la luz de final de verano, por los encuentros que a todas horas propiciamos con el mundo, más allá de nuestra casa, más acá del mar.
Tal vez por eso amo tanto el mes de septiembre. Porque es un mes donde todo cabe; un mes informe y voluble, dispuesto a que se le dé forma y volumen; un momento en que vamos emergiendo ya de las garras del calor y podemos ponernos en movimiento, a paso ágil, lejos aún de nostalgias otoñales; un mes donde miramos hacia atrás y a la vez hacia adelante y nos disponemos a seguir a caballo del tiempo, con la certeza de que no cualquiere tiempo pasado fue mejor.
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