A menudo se ha dicho que la gran
literatura no es la que proporciona respuestas sino abre nuevas
preguntas y nos pierde por senderos claroscuros. (“Errar és el camí”, ha
sugerido Tina Vallès recientemente parafraseando a Tavares). Eso es lo
que hace la novela Gegants de gel, del valenciano Joan Benesiu, Premio Llibreter de 2015, que ha gozado al unísono del favor del público y de la crítica.
Gegants de gel nos lleva a una
zona limítrofe de fronteras, pero también del lenguaje y la experiencia
humana. El narrador ha decidido pasar las Navidades fuera de su familia
en la tierra inhóspita y a la vez encantadora de Ushuaia. Escapar de la
Navidad resulta un acto fundacional que supone huir de lugares comunes y
condicionantes. Y no será el único; allí, en la mesa del bar Katowice,
un refugio cálido para la conversación, se hallarán el hombre de
negocios Housseras, fugado de su destino familiar; el inglés Ethan
Borum, portador de un drama íntimo; Nemesio Coro o Martín Medina,
respectivamente mexicano y chileno fugitivos… Y sobrevuelan por encima
de ellos las presencias envolventes de Dominika y su hija Cristina, que
regentan el bar, fruto de la historia más desgarradora de la Polonia de entreguerras.
Gegants de gel tiene un doble mérito. Por un lado, las historias de los seres desarraigados en Ushuaia
tienen una completitud en sí mismas, y cada una de ellas nos atrapa por
completo, de suerte que se trata de un compendio casi cervantino de
personajes y registros variados; el cambio de personaje o de novela
implica un cambio de estilo también, que adopta todas las tonalidades y
fluctúa entre lo ensayístico, lo más propiamente narrativo y lo
lacónico al penetrar algunos puntos de vista.
Así, no puede sernos ajeno el drama del
adolescente introvertido que es seducido en las redes sociales y
arrastrado a límites más allá de lo razonable, mientras sus padres
navegan en la inopia. Como tampoco el del mexicano enredado de manera
fatal en un drama que no es el suyo, el de su hermano involucrado en
narcotráfico, a cuya mujer ama apasionadamente… Las tragedias personales
se enmarcan todas ellas en tragedias históricas, de manera que
aprendemos los estragos de la guerra de las Malvinas
para ingleses y argentinos; o nos embarcamos en una Polonia despedazada,
zarandeada entre nazis y soviéticos y condenada a desapariciones y
exilios sinfín.
Por otro lado, la novela nos dispone en
una arquitectura compleja con diversas melodías que se van repitiendo,
los destinos humanos entreverados con la magnitud del hielo y la
grandiosidad del paisaje; lo singular realzado en el magma de lo
colectivo; lo concreto hilvanado con los pespuntes de lo abstracto. En
la novela se trenzan citas que enriquecen los motivos: Chatwin, Sebald y el viaje; Bolaño, Vila-Matas y Kieslowski y cierta estética que divaga más allá del argumento estable; Bloy y Musil y las contradicciones en la familia burguesa.
Y allí en Ushuaia, en un lugar-límite
que es también un lugar literario, la complejidad humana es sincopada a
través de la búsqueda, la desaparición y la fuga. El bar Katowice es
hielo y calor a la vez y todas esas almas errantes detenidas confluyen
en un desarraigo que es una manera de ser humanos, más allá de lo
tangencial.
“Vivir es pasar de un espacio a otro
haciendo lo posible para no golpearse”, que decía Perec, como si pudiera
leer los destinos de los personajes de Benesiu, para los que “aquella
perifèria era en veritat el centre de l’experiència humana”.
Por añadidura, la presencia de un
narrador engañoso cuyo origen desconocemos viene a aportar el
ingrediente más desconcertante y atractivo a este guiso literario.
Durante una buena parte de la novela, el narrador nos conducirá a través
una tercera persona focalizada en diversos personajes, de modo que
resulta una voz enigmática y casi transparente. Poco a poco se va
gestando un espacio central en la novela donde el narrador se va
haciendo más corpóreo y, a través de sus ojos, el presente se adueña de
Ushuaia y se nutre de reflexión y paseo, y donde se producen inclusive
encuentros imprevistos entre los personajes. También la narración se
puebla de recuerdos significativos de la propia infancia del narrador,
como el desencanto cuando supo que los Reyes son los padres y que sus
propios padres le habían mentido.
Finalmente llegará la hora de relatar su
propia historia (y será precisamente el último de la mesa) y anuncia al
lector que va a tener que dar paso a la invención. Entonces nos
sorprenderá y atrapará al unísono lo pintoresco de sus andanzas por Buenos Aires
y sus amores trastornados…. hasta que confirmaremos que el narrador es
un impostor y conoceremos sus auténticas motivaciones, que son mucho
menos novelescas que las del resto de personajes, pero por eso mismo
mucho más literarias, donde se concitan la necesidad de huir de los
lazos familiares ancestrales, de las “clavegueres de la meva identitat” y
el impulso poético al viaje a través de la contemplación de los
glaciares en la pintura romántica:
“Aquelles pintures mostraven els blocs de gel com a lents animals sotmesos a una mínima i imperceptible deriva”.
Más allá de los viajes y los destinos, el juego de simulación con el narrador nos acerca al gran tema oculto de Gegants de gel:
el de los límites difusos entre la verdad y la mentira. El mismo acopio
de fotografías de rostros y paisajes que aderezan el relato nos
transmiten la idea de que se trata de una narración con una base real,
tal vez uno de esos Relatos reales de los que hablaba Javier Cercas, o bien una simulación donde se construye la ficción a partir de elementos reales al más puro estilo Javier Marías.
Y, mientras comenzamos a dudar sobre la noción de verdad, se solidifica
la idea de desaparición también. Los desaparecidos de América Latina o
de Polonia fluctúan como fantasmas al tiempo que planea la sospecha de
la mentira, del asesinato. Todo ello nos hará preguntarnos, ¿es inocente
la ficción como mentira? ¿O no se construye con elementos similares al
asesinato y la represión?
Gegants de gel es una novela,
en suma, ambiciosa. Una apología del viaje, y de la curiosidad por
cualquier destino humano y por conocer la historia moderna a través de
la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, o la
historia del ser individual y anónimo. Un impulso que nos empuja como
aire helado a conocer las verdades escondidas, o a penetrar las
falsedades solidificadas como bloques de hielo.
En su estructura errante y divagatoria
en algún momento la narración pierde el mapa, pero siempre vuelve a
conducirnos a su punto de fuga hacia el final, hacia esa visión de hielo
que tal vez nos dará alguna respuesta del destino humano, o más bien va
a perpetrar más aún lo incógnito.
“Jo encara no havia vist cap bloc de gel
flotant”, confiesa al final, después de habernos transmitido que fue
ese el propósito inicial del viaje. Pero, ¿no sabemos desde Kavafis
que lo importante no es el destino final? Errar a través de las
páginas, de las palabras, de los lugares, ¿no es lo que muchos lectores
deseamos?
Esta reseña apareció en la Revista de Letras el 18 de mayo de 2016.
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