jueves, 26 de noviembre de 2015

Defensa del intelectual

Hoy quiero reivindicar la categoría "intelectual", figura tan denostada los últimos tiempos.

¿Quién es el intelectual? ¿Es, como se insinúa a veces, aquel ser plomizo y alicaído que consume sus días parapetado tras los muros de sus libros  y que piensa que "cualquiera tiempo pasado fue mejor"?

No. El intelectual es aquel ser que, en primer lugar y sobre todo, está presente en el mundo. Observa. Lee.  Intenta entender qué sucede. En realidad, "intelectual" procede de "intelligere" que significa 'comprender, entender' y que a su vez deriva de 'legere', 'coger, escoger'. Por tanto, la misión prioritaria del intelectual  es entender; luego  eligir una postura entre las disponibles en la actualidad;  y sostenerla de manera pública para ayudar a la ciudadanía asimismo a comprender,

En realidad, dicha noción del intelectual como parte activa ante la actualidad procede solo de hace poco más de un siglo. La historia de las ideas ha asignado a Émile Zola su papel originario, aunque fueron las condiciones de progresiva autonomía del campo literario durante el siglo XIX que permitieron que aflorara una figura así.  Fue él quien, desde el rol de escritor y no del político,  el primero en traspasar la barrera entre las letras y los hechos, entre mirar la realidad desde la palabra y tratar de influir en ella. Es el caso mítico del "affaire Dreyfus", en el cual Zola denunciaba públicamente en "J'accuse" la injusticia de la acusación hacia un inocente militar judío, en un acto de racismo encubierto que venía a proteger todo el sistema judicial y militar francés. Zola emergía de su posición de escritor para afirmar que lo sucedido era un "supremo insulto a toda verdad, a toda justicia" y que era un crimen tanto "desorientar a la opinión pública" como "explotar el patriotismo para fomentar el odio", expresiones que bien podrían aplicarse a tantas injusticias y  anipuilación de los medios de los siglos XX y XXI. A partir de aquí, se consolidó la expresión y cuanto significa; la progresiva autonomía del campo literario permitió que fructificaran estas voces sin otro dueño que ellas mismas.

Esa misma estela continuó en el cambio de siglo y se acrecentó su politización a partir del 1917 con la Revolución Rusa,  y se hizo palmaria sobre todo con la figura de Sartre, con su militancia comunista y su influencia en la Europa de la Postguerra y la Guerra de Argelia. Para Sartre, el escritor no podía ser neutral ni dejar de aspirar a algo más allá de lo literario. Un escritor tenía que "prendre en gage", "s'engager", es decir, tomar partido hacia una dirección determinada. Sartre radicalizó la postura; la palabra literaria será un medio y no un fin en sí misma, en cambio se hará de la libertad casi un objetivo metafísico, pero aplicado a una situación concreta, al presente histórico. Llevado al extremo, esa posición provocaría una escisión entre los escritores de convicción marxista y los que no, y Sartre ahí ejercería el papel de legitimador general del discurso intelectual como nunca.
Otros intelectuales posteriormente han matizado esa opinión. Especialmente en los años 60, la Nouvelle Critique francesa, Roland Barthes a su cabeza, considerarían que es la hora del "desengagement", es decir, descomprometerse, o retirarse de la línea de acción para entender mejor el presente, y actuar a través del lenguaje literario, que era el arma más subversiva. Esta misma posición la sostuvieron los Novísimos en España, con Félix de Azúa, Edmundo de Ory, Ana María Moix, etc, para quienes la mejor subversión estaba en la subversión de la forma y en la renovación de referentes culturales.
Volviendo a Barthes, para él el escritor ("écrivain") tiene que soportar la paradoja del acto literario, donde la palabra navega por zonas de ambigüedad y nunca llega  a nombrar con exactitud aquello que desea decir, a diferencia del intelectual ("écrivant") para quien lo principal es el uso del lenguaje como vehículo de comunicación. Hay posibilidad de una identidad 'bastarda' entre escritor e intelectual, pero estas dos identidades nunca coincidirán, o no deberían hacerlo, en el 100% de las actitudes de uno mismo.
Maurice Blanchot en los años ochenta completaría la noción blanchotiana, afirmando que el intelectual necesita mantenerse en un espacio literario y en una neutralidad general, fuera del poder y de los medios de comunicación, desde donde posicionarse de manera puntual cuando la ocasión lo requiera, lejos de la militancia radical por una postura, que limitaría la amplitud de sus miras.

A partir del 1970 se produciría una "despolitización" del campo literario a la par que una "desliteraturización" del campo cultural, situación que perdura todavía de algún modo en el nuevo siglo, con la consiguiente ambivalencia a la hora de describir el papel que pueda ejercer un escritor como intelectual.
Diferentes autores, entre ellos Pierre Bourdieu, Edward Said, Claudio Magris, han destacado recientemente cómo la voz del intelectual no puede estar coartada por los mecanismos del poder en una orientación determinada, ni en cuanto concierne a lo político, ni a lo religioso, ni a los medios de comunicación de masas. Tampoco será fácil mantener esta independencia de criterio para el que esté muy apegado a su posición académica, entre otras. El intelectual en su pura cepa ha de ser un "amateur", un "outsider", un "francotirador", como apunta Said en Representaciones del intelectual; esto es, detentar un punto de mira marginal, fuera del "establishment", porque no de otro modo podrá llevar a cabo un juicio objetivo y justo, fuera de las categorías reduccionistas, más allá de su propia pertenencia social, nacional, racial o sexual.

El intelectual que yo defiendo es este mismo: el que está en el presente pero no se deja avasallar por el todo mediático; el que es libre o se mantiene libre respecto a instituciones y partidos políticos; el que habla desde su particularidad, poniendo en duda siempre todo a priorismo, incluso el propio.
Como señala Bourdieu en Intelectuales, política y poder: "Es en la autonomía más completa con respecto a todos los poderes, donde reside el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual, intelectualmente legítimo." Bourdieu nos alerta también que no es fácil para el intelectual mantener esta autonomía, más allá de dos amenazas actuales a la misma: el "mundo del dinero" (con los que se controlan los medios de producción y difusión cultural) y la "tecnocracia de la comunicación" (la especialización tan de moda hoy, que hace que lo intelectual quede fuera del debate público y se inhiba el debate total, favoreciendo así la "irresponsabilidad organizada").

De este intelectual creo que andamos escasos, y deberíamos  hacer un esfuerzo por propagar sus voces. Para no dejarnos hipnotizar por los discursos más recurrentes. Para no hundirnos en nuestro universo más limitado sin aspirar a una visión más unitaria del mundo. Para que esa palabra más informada o madura nos ayude a recordarnos día a día que por encima de pertenencias y miedos, somos humanos todos, o como rezaba el famoso adagio latino, "homo sum, humani nihil a me alienum puto", que no conlleva insulto alguno sino una declaración de principios que debería ser común a todos: "hombre soy; nada humano me es ajeno".

Es un reto difícil. El mundo de hoy es complejo y confuso,  advierte Enzo Traverso, autor de ¿Qué fue de los intelectuales? Para alertar a la opinión y al espacio público el intelectual debería ir por delante, no por detrás como parecen ir. Pero no es imposible mantener una visión atinada en el siglo XXI, como indica Claudio Magris en Utopía y desencanto, manteniendo la esperanza, aun con escepticismo y melancolía, y las dosis necesarias de realismo. La influencia del intelectual, que parece en declive, podría en nuestros días retomar cierta trascendencia, siempre que los diversos actores sean capaces de superar los límites y ocupaciones individuales para acceder a un "corporativismo de lo universal" del que hablaba Bourdieu.
Ahora bien, evidentemente el intelectual de hoy no será el de ayer. ¿Será un "e-intelectual"?, como comenta Alain Minc no sin sorna en Historia política de los intelectuales. En el espacio virtual, que es el lugar de encuentro del debate hoy, todo está presente pero "nada es coherente", así que el intelectual hace más falta que nunca, para leer la actualidad y darle un sentido. El café-tertulia, el lugar de debate ya no está en la esfera de la ciudad, cuestión bien estudiada por Antoni Martí en Poética del café, sino en la red, convertida en nueva ágora, donde todas las voces se hallan en condiciones de igualdad, donde cada día hay que ganarse la legitimidad -y los lectores. Y esa horizontalidad y ausencia de jerarquías propia de la red puede promover un nuevo tipo de engarces de pensamiento propulsores de una riqueza y capacidad de repercusión sin precedentes.

Es época de volver a preservar los valores del humanismo. Es momento de repensar Europa y el mundo entero desde unas identidades múltiples y móviles y aunar fuerzas para priorizar la defensa de la libertad y los derechos humanos. En esa encrucijada acaso la literatura y el discurso intelectual , y hasta el e-intelectual, todavía tengan una misión que salvaguardar.




lunes, 23 de noviembre de 2015

Motivos para leer (y para escribir)



Hay libros que se empiezan por motivos bien sesudos y coherentes: porque es un título fundamental que aún no se ha leído; porque lo recomienda alguien a quien admiras; porque lo necesitas para documentarte, para forjar una bibliografía... Hay otros motivos más volátiles como: porque el título o la portada ofrece curiosidad; porque no se tenía nada más en las manos en momentos de imperiosa necesidad lectora; porque nos ha caído en el regazo casi por arte de magia, regalado, hallado en la calle; o abandonado por alguien o por una institución entera...

Y todavía hay motivos más anodinos, como el que me ha llevado a empezar este libro: recordar que un fragmento del mismo aparecía en un ejercicio didáctico sobre el texto narrativo, largamente usado con un nivel de alumnado; ejercicio insulso en sí, pero que nos servía para conjeturar hasta más allá de lo posible quién eran esos personajes y qué iba a suceder y así ir alcanzando la capacidad previa a la escritura, que era la de la imaginación...

El ejercicio no tenía nada de particular, pero acabé sintiendo auténtica devoción por tal fragmento. Un guitarrista con voz débil que viene de un taller, que pregunta por una tal doña Ariadna, cuyos  pasos resuenan fuertes en la estancia... Las personajes en su presentación ofrecían tal configuración que invitaban a ser leídos o soñados de tantas maneras... imaginábamos su pasado, su futuro, como toda buena descripción puede lograr en pocas palabras. 

Y cayó en mis manos el famoso "Guitarrista" de modo que tenía que saber quién era realmente él, quién era ella, de qué iba todo eso. Y para mi sorpresa, la historia me ha ofrecido todavía mucho más terreno de cultivo que el que imaginaba.

Pues hallamos la historia, sí, de casi amor entre dos jóvenes desiguales, como se preludia desde el principio, con sus altibajos, sus dudas, sus disonancias. Pero sobre todo la novela transmite el eco del ansia creadora, en un primer caso transfigurada en la imagen del guitarrista, que se sueña artista, más allá de la cárcel de su taller y su academia, en esas imágenes de vuelo alrededor del mundo, de libertad permanente. Y en un segundo lugar, cuando se van dando al traste todos los espejismos, la novela atestigua la forja de una voluntad escritora.

Y es precisamente en el relato del más hondo de los fracasos donde se percibe cómo una persona despierta en sí la vocación auténtica de escribir. Escribir no para triunfar, no para vivir una vida diferente. La misma vida, observada, refractada en sus detalles mínimos, como una fotografía detenida que uno contempla desde fuera. Y es la vida propia la que refulge cuando se consigue dar voz al actor más auténtico de cuantos hablan dentro de uno; aunque no tenga más que ofrecernos que su mirada desnuda.

Fui a los bosques, podría decir, porque quería leer a conciencia, leer a fondo.. Y allí pude extraer toda la escritura y dejar a un lado todo lo que no fuese escritura, para no descubrir en el momento de mi muerte, que no había escrito.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Un cataclismo agridulce: narrativas sobre hijos



            



"El cielo oblicuo", de Belén García Abia y "Cosas de niños", de David Wagner, narrativas fragmentarias en torno al tema de los hijos.

Es sabido que los hijos cambian las percepciones de la vida; las reinauguran con mayor nitidez y también reinstauran toda una retahíla de recuerdos y proyecciones; cataclismo que puede proceder también de su mera representación, su deseo y su ausencia. Es por eso que "El cielo oblicuo" y "Cosas de niños" resultan a la vez paralelos y disímiles. Ambos se dibujan como constelaciones de múltiples sentidos, pero su tonalidad diverge.
En "El cielo oblicuo" se habla desde la corporalidad, ahondando en la naturaleza de mujer, la que no puede tener hijos, o la  que le pesa el mundo. Se lee como un poema en varias estrofas, en torno a la conciencia de la esterilidad, pero también la relación entre mujeres y los discursos sobre las mismas que penetran en la piel; a la enfermedad y la locura. Como una cadencia se repiten algunas frases, "Cada mujer guarda una feroz", "Escribo con el útero"; la intensidad y la corporalidad de la escritura nos remiten a una compleja feminidad,  hecha de contrapuntos. Cielo oblicuo, carne abierta, doliente, fiereza y presencia. Carne que no se desdobla más que en palabras; un estado que linda con el enamoramiento y la muerte: presencia, que se constituye en sí misma y también en la conciencia de su representación. La palabra se muestra en su duda, en su búsqueda, y hace apelación a tantas identidades femeninas ("Escribo para escuchar esas voces"): Virginia Woolf, Anne Sexton, Clarice Lispector; se construye también en base a la voz del posible hijo, que se muestra en el último capítulo y que nos brinda la última pieza que faltaba al poliedro, remitiendo al cielo de los torcidos, donde se encuentran todos aquellos "que llevan el peso del mundo en su espalda".
"Cosas de niños" en cambio se lee como un dietario, una amalgama de reflexiones ligeras -que no leves- y transitivas en torno al hecho de tener hijos. Seduce la autenticidad de la voz masculina, en una asunción plena de la paternidad a solas. La "niña" es un ente tercera persona, tan genérico como concreto, y sus descubrimientos y reflexiones reverberan en el padre. "Desde que el niño está aquí , yo también estoy siempre aquí", se dice. La hija, como el texto, vive también de manera discontinua y a la vez en un perpetuo presente, por más que los fragmentos interrelacionen diferentes edades de la misma. Y cada instantánea se conecta con puentes levadizos dobles: la vivencia del padre en su niñez (que se ve rescatada y revivida ahora) y el futuro incierto ("los hijos se tienen de prestado"). En "Cosas de niños" hay sublimidad y hay humor y tristeza, hay conciencia de la unidad  y fugacidad del tiempo. Hay perspectivismo, lo mismo nos situamos en la piel del padre como de la hija como del abuelo u otras hijas. Algunos fragmentos resultan inolvidables, como el recuerdo de las eternas navidades, "la bella impostura", o la figura de la madre difunta, cuya voz se introduce en la voz del narrador mientras habla a su hija, o bajo el papel que escribe; o la explicación de cómo los hijos "nos hacen el favor", "representan el papel de niño", solo por un tiempo. También se describen con lucidez las paradojas de ser padre, como tener miedo a la muerte, y a la vez no, porque en ellos se pervive. Aunque sin lugar a dudas lo mejor del libro son esos pequeños detalles, como la niña gritando "¡Organización!"mientras siembra el caos y no recoge ninguno de sus juguetes. O ordenando a su padre "¡lee más! ¡lee bien!" mientras este se queda dormido de agotamiento recordando a su padre dormido; la niña obligándole a jugar a lo mismo una y otra vez. Todo ello deja un sabor agridulce al lector, también sumido entre sus propios puentes generacionales personales, reviviendo en circuitos intermitentes lo que ganamos y perdemos en los días.

Wagner y García Abia: dos visiones, en suma, complementarias, que se alzan de la rutina inoculando una mirada penetrante al instante -sea transitiva o intransitiva, masculina o femenina- y haciendo del presente algo irrenunciable y único

Este texto apareció publicado en el suplemento de letras del Heraldo de Aragón el 06/11/2015