No, no os voy a abrumar con detalles siniestros de hospitales e imprevistos médicos de mi primer y segundo parto. Resumiremos rápido las cuestiones técnicas: idealmente ambos tenían que haber sido de otra manera, pero hubo riesgos y los dos acabaron siendo adelantados y luego bruscamente convertidos en cesárea. Pero un primer parto y un segundo nada tienen que ver aunque aparentemente sean iguales.
En el primero todo era vértigo y flotar en el desconcierto, en el miedo, el no querer saber, y un refugiarse en el pasado, el futuro, la poesía. Antes de que naciera Alicia ya estaba dibujada en poemas. Todo iba bien mientras siguiera en la órbita ideal del aire, y en los cálculos de mi mente. Ahora bien, no quería ni oír hablar de la palabra parto hasta el final y cuando llegó antes de hora no lo pude creer, hasta que me vi en la camilla con la comadrona delante, expectante. Cuando se me llevaron para la cesárea casi fue un alivio pensar que se acababan esas horas de incertidumbre. Pude sobrevolar el quirófano con el recuerdo de las últimas vacaciones y pasar los días siguientes en una dimensión paralela, perdida en el rostro sereno de mi niña sin apenas atreverme a tocarla. Cuando salí de allí, cuando al fin vino la leche, había perdido la noción del tiempo y el espacio y me extrañó comprobar que había gente en el pasillo, en las habitaciones contiguas, en la calle. Pronto olvidé todas las molestias prácticas, en el coche de vuelta lloraba de felicidad y hasta los colores tras la ventana me parecían más vivos. El primer mes transcurrió plácido entre tetas, sueño y una dulce letargia invernal de la que no salíamos ni Alicia ni yo. ( Las molestias y dudas vendrían más tarde, como si también ellas hubieran quedado atrás, dormidas.)
En esta segunda ocasión, la palabra parto ya no me daba miedo. Me había informado bien de lo que podía suceder. Había hecho yoga, me había preparado en técnicas respiratorias; hasta me hacía ilusión sentir el dolor de las contracciones. Y cuando todo se torció de nuevo, ya sabía lo que me esperaba. No me evadí. Intenté no lamentarme. Eso sí, mientras la camilla se me llevaba al quirófano sentí la angustia que atenazaba mi cuerpo, las vísceras dolientes, que no querían ser abiertas. Lloré mientras las luces blancas me envolvían y mi pareja no llegaba aún. Luego me alivió cogerle la mano, sudorosa, y pude aceptar a duras penas lo que sucedía, mientras el cuerpo entero temblaba y escuchaba comentar al equipo lo que se encontraban al abrirme y que 'me había ido del canto de un duro'. Esta vez quería estar presente, así que sufrí a conciencia: el sentirme el cuerpo anulado durante horas, el dolor durante días como después de una batalla. Sufrí el insomnio y el llanto de mi bebé y el sudor y la sangre y las horas infinitas al pecho hasta que brotó la leche con rapidez inaudita. Eso sí, caminé desde el primer momento que pude, y quise saber dónde estaba. Me adueñé del espacio del hospital. Decidí irme antes, y así lo llevamos a cabo. Y no dudé en cómo ni cuánto tener a mi bebé en brazos, hasta encontrarle la sonrisa. La acompañé, nos acompañamos en el tránsito. No hubo lágrimas de emoción pero sí orgullo, firmeza, resistencia. Y la ha habido después también a pesar del dolor, la fiebre, el insomnio; hasta que hemos podido ir encontrando un lugar. Un parto sin parto, de nuevo. Pero un parto de tierra, sí. Desde el cuerpo, el sudor. Sin abstracciones y sin poesía. Simplemente estando, dejando que la piel se abra, que la vida se robe a sí misma.
Me digo que es increíble lo que dibujan a una mujer, a un bebé los partos. O es el bebé el que va a marcar cómo se vive ¿puede ser casual que Alicia haya sido desde el principio suave y soñadora? ¿que Emma se haya mostrado desde el primer día intensa y luchadora?
Me pregunto cómo sería un tercer parto, de tenerlo. Pero no habrá más partos. O no en carne propia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario