Cuando estaba a punto de acabar el año, mi mirada reparó en un resplandor espectral blanco y rosado que sucumbía en lo alto de las montañas pirenaicas. Fue algo breve, levísimo, antes de que la opacidad del blanco lo devorara todo. Pero me bastó.
Me bastó para recordar que lo sublime se halla al alcance de la mano, si uno se detiene en el momento preciso. Me bastó para pensar que para el año nuevo no necesito nada especial. Ni que pase nada sorprendente. Ni éxito alguno. Ni nuevas compañías necesariamente, como tampoco que las antiguas deban demostrar de manera fehaciente sus fidelidades.
Nada de propósitos ni objetivos de año nuevo, me dije. Todo cuanto puede hacerme feliz ya existe.
El silencio en la casa, unos pocos ratos. Unas cuantas alegrías.
La compañía a veces ruidosa y otras callada de mis queridos.
Un instante que me regalo a mí misma para libros.
Emprender unos pocos viajes, unas cuantas andanzas a lugares repetidos o nuevos.
Hacer unas pocas cosas a conciencia, cuando uno las cree necesarias y nunca por recibir aplausos.
Mantenerse firme para que la vorágine diaria nunca arrastre la sonrisa, ni el disfrute en sí mismo, ni la benevolencia por cuanto es uno y también por todo aquello ajeno.
Sentir las pisadas de mis piernas en el suelo.
Captar la delicia de aquello que está siendo antes de que deje de ser, que el tiempo pase, que las personas crezcan o envejezcan o se alejen o transformen.
Ser capaz de mirar alrededor y ser amable siempre, sin dejar que la indignación ni la ofensa traspase, permitiendo solo al aire hacernos vulnerables a lo nuevo.
Una vez más, solo hace falta conservar estos instantes de detenimiento y apreciar el segundo que se desliza, tan magnificente como esta nieve magnánima que invita a recorrerla sin más pretensiones.
No desear nada más que esto, y nada menos.
Gracias por compartir! Voy a copiar tu lista en mi lista interna de metas para este 2018 también. "Todo cuanto puede hacerme feliz ya existe."
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