Hay autoras que nos seducen
irremediablemente por su obra en conjunto, por la sensibilidad y los pasos
afines con que nos guían en sus búsquedas. Es el caso de la obra de la irlandesa
Edna O’Brien (1930) así como la de la italiana Elena Ferrante (1943): desde
entornos tan diferentes como hermanados, el de la Irlanda rural y el del
suburbio napolitano, ambas dibujan en su obra un fresco apasionante en que se
conjuga la lucha de la mujer por desarrollarse en sí misma, más allá de
cualquier límite, en la pasión y la vida cotidiana, y el afán por realizar una obra.
Empecemos por lo más explícito:
recientemente se ha publicado Chica de campo, por Errata Naturae (editorial
introductora de la autora en España) las memorias de Edna O’Brien a sus ochenta
años, un libro crepuscular y apasionado,
que arroja luz a la obra de la irlandesa, y a la vez aporta algo de
incalculable valor: el relato del destino de una mujer que luchó por realizar
su obra a pesar de los pesares. Más allá de las estrecheces de su pueblo natal,
del oscuro reinado de las monjas, de las borracheras de su padre, de los
terrores morales inculcados por su madre. Más allá también de las garras de un
marido que desea a su lado una esposa-niña pero no una mujer que sea aclamada
como escritora más que él mismo. Sorprenderá la escenografía variada en que se
mueven las vivencias de la autora, los periplos en su vida londinense en pos de
su libertad no exenta de maternidad, por la que combate. Su segunda vida
neoyorkina, la que retoma a temporadas y que la lleva a conocer a Normal
Mailer, Arthur Miller, Jackie Onassis y tantos otros. El ahínco por hallar el
amor, y la dificultad por encontrar a un hombre al que le una la pasión y también
el compañerismo. El inicio del atardecer de su vida, con la mezcla de serenidad
y melancolía que conlleva, los límites cada vez más borrosos entre el presente
y el pasado, la certeza de que no habrá más pasiones que la conmuevan y
desestabilicen, pero sí habrá más literatura.
Precisamente hace un año Errata
Naturae publicaba la novela de O'Brien Un lugar pagano que reflejaba la infancia y la iniciación a la vida en la
conciencia de una muchacha de un pueblo irlandés. En una segunda persona
perturbadora y una sintaxis seca y a la vez diáfana, que no hay palabra que no
admita nombrar ni adjetivo que no dibuje los perfiles de ese mundo, O'Brien nos
relataba lo brutal de la iniciación a la sexualidad en comunidades acorazadas
por la religiosidad, como su lugar de origen. Allí si una chica quedaba
embarazada podía sucumbir al juicio de un pueblo entero o al conchabamiento de
sus padres con el médico o a una brutal paliza. Otra podía confundir el deseo
de amor y pureza con la admiración por un párroco joven de oscuros deseos
transmutados en su hábito. Se nos describirá con crudeza las trampas que la
situación impone a algunas chicas ansiosas de erotismo. Y al final entendemos
por qué la novela se llama contradictoriamente Un lugar pagano, porque si
bien el catolicismo impregna las convenciones sociales de la población, en
realidad la potencia de la naturaleza circundante, de la búsqueda erótica, se
despliega con una fuerza mayor a los condicionantes coercitivos del lugar de
origen, sumiendo a algunas muchachas en un terrible destino al huir a veces a
marchas forzadas con el primer tren que puede alejarlas de allí. Asimismo, unas
vivencias semejantes a las andanzas juveniles iniciáticas de la autora, en su
lado menos complaciente y poblado de claroscuros hemos podido leer en su
trilogía Las chicas del campo, donde seguíamos los destinos de dos
amigas que huyen de su población natal en pos de una identidad moderna y
cosmopolita, para luego acabar en unos matrimonios desdichados y en un Londres
siniestro, relatos que sobrecogen en su ironía trágica.
Habíamos podido leer asimismo
unos meses atrás A la intemperie de Rosamond Lehmann (Buckinghamshire,
Inglaterra, 1901- Londres, 1990), una de las figuras menos conocidas
relacionadas con el Bloomsbury,
publicada también en castellano por Errata, continuación de "Invitación al
baile” y nos había dejado una sensación agridulce similar a la de los textos de
Edna O’Brien: novelas que relatan el transcurso de una vida bohemia, preñada de
expectativas, y el posterior encuentro con un hombre casado y la vida que aquí
se inicia de pasión, de tumulto, sumergiéndonos en todas las contradicciones
del personaje principal, cuya sintaxis oscilante es portadora de toda la
volubilidad del ser en que se mueve el personaje. En este caso lo íntimo del
relato es sabiamente transpuesto a través de una tercera persona que mueve a la
compasión y también a la distancia, puesto que a cada página va quedando más en
evidencia de qué manera se corporeiza en la protagonista el destino de cazador
cazado. La pasión por la que se deja transportar la protagonista pretende ser
una consecuencia más del camino de libertad y autenticidad de la joven, pero
pronto el lector observa que se trata de una vulgar pasión estéril, fruto del
engaño y que conduce a lo contrario: a la dependencia sin sentido y a la
ausencia de libertad interior...un destino ciertamente cruel en que se deja
atrapar Olivia, que precisamente era la joven más cerebral y orgullosa de su
independencia moral en la novela anterior, Invitación al baile. De algún modo
el destino dibujado en las novelas de Rosamond Lehmann vendría a ser el
negativo del relato autobiográfico de O'Brien, de un modo similar a Chicas felizmente casadas, tercer volumen de la trilogía de la
irlandesa; esto es: la mujer que se quiere libre, que desea inventarse un
destino, que en su primera juventud se fragua una identidad de autosuperación
no exenta de soberbia, pero que después sucumbe a la peor dependencia emocional
respecto a un hombre, y de repente ya nada más que eso parece importarle. La
prosa de Lehmann, en su monólogo interior y su aparente inocencia, resulta a
ratos subyugadora y otras revuelve la sangre, tan flagrante es la autocondena
que la protagonista se inflige.
Todas estas contradicciones se
hacen también explícitas en la monumental tetralogía de Ferrante, Dos amigas (publicada en castellano en Lumen entre 2012 y 2014) donde hemos podido leer
los complejos destinos de Elena Greco y Lila Cerullo desde la infancia hasta la
vejez, en una prosa muy fluida que entrevera pasajes descriptivos evocadores de
tiempos y ambientes, retahílas de pensamientos que caracterizan muy bien al
personaje, escenas de gran agilidad que nos hacen vivir la historia
prácticamente como una película. (No resulta extraño que HBO la haya
transformado en serie, que se estrenará próximamente.) Ambas mujeres, como las
heroínas de O’Brien o Lehmann, pugnan por revertir desde su infancia (en La amiga estupenda) todos los prejuicios reinantes sobre el rol de
la mujer, que debe tener buena reputación, ocuparse en tareas prácticas y
buscar un marido; la inteligencia,
astucia, voluntad de estudio y de salir de toda estrechez de miras permiten a
ambas mantener una distancia con el entorno mientras construyen su espacio y
calibran la huida. Más tarde, Elena, se evadirá de su Nápoles natal y de
cualquier matrimonio precipitado o profesión ninguneadora, para desarrollarse
con el arma del estudio y cambiará su residencia por el norte, mientras que
Lilla se quedará en su lugar de origen y se casará joven y trabajará como se le
es supuesto, con todo el amargo descubrimiento que ello le supondrá, como
leemos en la segunda parte "Un mal nombre". Ahora bien, los demonios
y las dudas sobre el destino elegido surgen a ambas en diferentes momentos, y
las deudas de los caprichos de la carne aparecen antes o después, como leeremos
en "Las deudas del cuerpo", tomo donde es más evidente que nunca la
ambivalencia moral que se transpira en ambas mujeres, que aparecen como
legitimadas por la novela de manera alterna según qué fase de la vida se narre.
Huelga decir que en el caso de ambas la iniciación sexual, como sucedía en las
autoras antes comentadas, no corre pareja a la iniciación erótica. Hay un deseo
de amar, de experimentar con las emociones y el cuerpo, pero la violencia que
reciben en sus primeros escarceos no corresponde a la supuesta adoración que su
juventud provoca, y no es sino más adelante que ambas logran algún instante
donde emoción y pasión física se corresponden. Ahora bien, (y aquí uno de los
mayores logros de Ferrante, más allá de la trama vigorosa que nos mantiene en
vilo): ¿en cuál de las dos mujeres reside en realidad una libertad moral más
profunda? Aparentemente la heroína con la que el lector tiende a identificarse
es Elena, en primer lugar porque es la protagonista principal y narradora, y de
cuyos pensamientos y motivaciones tenemos siempre constancia: tal y como ella
va desvelando, la acompañamos en su voluntad de hacerse a sí misma, de
convertirse en estudiosa y en escritora. Es la cerebral, la intelectual, la que
siempre tiende a reaccionar de la manera más sensata o sosegada y trata de
limar asperezas en su entorno y en su vida, aún a costa de reprimir algunas de
sus pulsiones más recurrentes. Lilla en cambio, en un primer momento parece
visceral, irracional, de motivaciones incomprensibles, y de hecho es el
personaje que siempre permanece en parte en la sombra, pues solo tenemos de
ella la perspectiva de Elena. ¿Es Lilla alguien tan irreflexivo y poco
ambicioso respecto a su destino, como en algún momento pudiera parecerlo? ¿O
simplemente se trata del perfil que deja entrever, y en su interior se halla
una reserva de fortaleza inagotable? ¿Y no es ella la más dispuesta a cambiar
de trabajo, de residencia, de pareja, reinventarse de nuevo cuantas veces haga
falta, y formarse de manera libre y autodidacta, mientras que Elena, por más
que viaje, que escriba, que sea una conocida activista feminista, no logrará
borrar de su mente los lazos perennes con su Nápoles natal -con cuantos sentimientos
de culpa ello suponga- ni tampoco la idolatría por un tipo de hombre, por el
cual estaría dispuesta a tirarlo todo por la borda? Hasta la propia Lilla no
logra entender cómo Elena, que ha llegado a ser "alguien", está
dispuesta a creer en esa suerte de espejismo de enamoramiento tardío con el
mismo ímpetu de la adolescencia. Las contradicciones y contrastes entre ambas
mujeres, de hecho, sintetizan la paradoja que anida en el seno de un buen
número de mujeres: la necesidad de construirse como persona, como individuo,
como creadora, y a la vez el deseo de conciliarse con el origen, o quedarse en
la zona de confort, valorando las
necesidades pragmáticas y morales ligadas a la familia; el equilibrio entre el
respeto a los propios deseos y a la propia persona; la dificultad de compaginar
su vocación con el cuidado maternal que no fagocite toda su existencia.
Al final no queda claro si lo más
conveniente es intentar realizar su destino desde dentro de los condicionantes
y las dificultades, o más bien cambiar de lugar de residencia, (aunque la
ciudad de infancia siempre nos acompaña) o simplemente desaparecer, dejar de
ser para todo cuanto nos condiciona y nos hace daño. Ciertamente hay una
sensación de pérdida grande al final del último volumen, La niña
perdida, si bien la pérdida puede ser la de las proyecciones y la esencia
de lo que fuimos en la infancia o todo aquello que fue asolado por las
vicisitudes de la existencia.
En cualquier caso, hay destinos
de mujer que llaman a ser contados, y que gozan de abundantes lectores deseosos
de leerlos, como se ha visto en el caso del clamoroso éxito de la saga
Ferrante; sobre todo cuando la narración se centra en el abismo de la esencia
de ser mujer con todas sus contradicciones y luchas. Se está contando, se está
reescribiendo o traduciendo (imprescindibles también las arriesgadas voces de
Vivian Gornick, Mary Karr y Angelika Schrobsdorff, desde el memorialismo y la
semificción, publicadas recientemente en castellano, entre tantas otras) y aún
tiene que contarse y leerse esta historia: la de la mujer que no ceja en sus
deseos de pasión sin que ello deba suponer renuncia, que tampoco niega su voluntad de crear ni de ser madre, y la
dificultad de conjugar todo ello en un mismo destino, y conciliándose con el destino
de origen.
Alguien podría argüir que se
trata de una historia ya contada de otro
siglo, pero en realidad aún se está escribiendo la lucha titánica que ello
supone: las rudezas de la iniciación sexual, las contradicciones que la
libertad acarrea, la pugna entre razón y sentimientos, la voluntad de acero que
requiere llegar a conciliar todas las facetas de su existencia en armonía con
una misma, con o sin pareja al lado. Y evidentemente no se trata solo de
proclamar que la mujer pueda trabajar, pueda escribir, pueda ser tratada
aparentemente como igual. Se trata de que su destino no se dé por supuesto, que
lo elija cada persona y cada día, que una mujer pueda merecerse todo lo que se
proponga sin tener que pedir perdón por ello, con la misma naturalidad con que
un personaje masculino lo haría, que raramente estará pendiente del fardo de su
educación, ni del ninguneo de su pareja, ni del tiempo infinito devorado por el
cuidado de sus hijos.
Nunca se recordará bastante la
consigna de Simone de Beauvoir "no se nace mujer, se llega a serlo".
Y algunas lecturas pueden ayudarnos a visualizar cómo nos conviene o no nos
conviene llegar a ser mujer, y nos recuerdan la importancia de "maximizar
las posibilidades de vivir la vida", puesto que "nos perdemos en lo
que leemos, solo para regresar a nosotros mismos, transformados y parte de un
mundo más expansivo", como ha dicho más recientemente Judith Butler.
* Este artículo se publicó en la Revista de Letras el pasado 17 de septiembre de 2018