¿Encontraría a la
Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de
Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y
olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su
silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de
un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada
sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños
del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que
sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual
era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas
precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo de dentífrico
(Julio Cortázar, Rayuela)
Como para tanta otra gente, ese inicio
de novela marcó para mí el himno de un enamoramiento, el de París, ciudad literaria y poética donde las haya,
el enamoramiento también de una noción romántica del amor, el que
se deja llevar por la realidad del momento, el que se
escribe a través de las notas del azar que nos rodean. El
Pont-des-Arts es para mí los sueños y proyecciones de juventud y
los primeros amores y también el desengaño y el paso del tiempo y
la madurez, que resiste a los embates de lo circunstancial, lo que
caduca. El Pont-des-Arts es recogimiento, momento de detención eterna; presente, pasado y futuro;
punto de fuga hacia los museos Louvre y Orsay; mirador privilegiado
hacia esa extrañeza de las bifurcaciones que se ahondan en la
Ile-de-la-Cité.
Pero una moda pasajera, la de poner
candados en un puente emulando los personajes de un best-seller de Federico Moccia, está peligrando este símbolo y este lugar de singular
belleza. Parece mentira cómo lo mediático tiene más poder que la
lógica más elemental y la capacidad de dejarse impresionar por lo
bello. Desde el 2008 se inició la moda, y no se detiene. Ya el junio
pasado una barandilla cayó por el peso de los candados. El
ayuntamiento propuso medidas para acabar con tal locura como invitar a
los ciudadanos a hacerse selfies; pero
los vendedores ambulantes siguen al acecho; se apostan en las esquinas, tal cual vendedores
de droga, y las candorosas parejas que acuden a la caza de un momento de gloria saben a dónde dirigirse. Ahora,
visto que el problema no cesa, las autoridades han decidido sustituir
las vayas por paneles de vidrio.
Es una auténtica lástima que se sepulte la belleza de esas
barandillas de hierro forjado, que permiten asomarse al puente sin
perderse un detalle de la forma del agua a nuestros pies, tal cual hacía la Maga mientras Oliveira la admiraba en silencio sin ser visto. Es una
lástima que el Pont-des-Arts entero peligre. Y es una colosal ironía que eso se haga bajo el nombre del amor y de la literatura, cuando ya antes el puente, con toda su desnudez y encanto
intrínsecos, venía a representar exactamente lo mismo, pero sin que nadie
necesitara apropiárselo, mellarlo, destrozarlo. Y los ingenuos
que sellan los candados deben de creer que no puede existir mejor símbolo, que
su amor queda salvaguardado para siempre. Pero el siempre es nunca y
mientras el agua sigue avanzando bajo sus pies sin que puedan verla,
los puentes y pasarelas se van cargando de un peso imprevisto, brutal que no pueden asumir, que les van hacer resquebrajarse sin remedio.
Llamadme romántica incurable, pero,
cuando me encontré en el Pont-des-Arts ante ese nuevo paisaje, tengo
que reconocer que lloré.