viernes, 29 de enero de 2016

Dominique González-Foerster en dos tiempos (entre dos bebés y tras las huellas de VM)



El pasado fin de semana viajé a París con mi familia, que incluye a dos bebés (de 0 y 3 años, al principio y final de la bebecidad como quien dice), siguiendo las huellas propias de tantos viajes anteriores a Paris, pero también, cómo no, las de Enrique Vila-Matas.
Había leído recientemente "Marienbad électrique" , y tenía mucha curiosidad por esa artista, Dominique González-Foerster, con la que tantos puentes trenza  Vila-Matas en sus conversaciones y también en sus obras.  
Quise aprovechar  su retrospectiva en el Pompidou, que supone una exploración de los límites del espacio y el tiempo y la identidad, como ya podemos apreciar en el cartel de presentación (la artista sumergiéndose en el agua disfrazada de Marilyn) y en las fechas que sitúan la exposición, simbólicas más que descriptivas: 1887 ( nacimiento de Marcel Duchamp e inauguración del Palacio de Cristal de Madrid, en que se basó la exposición "Splendide Hotel" y 2058 (fecha ficticia de un posible futuro distópico, con diluvio incluido, como aparecía en la exposición "TH 2058" de la Tate londinense).
Y ahí nos adentramos mi hija mayor, Alicia, que no quería perderse la experiencia de acompañarme a algo que me importaba, y yo, mientras el papá se adelantaba paseando con la bebé. A Alicia le encantan los museos, sobre todo los de arte contemporáneo, donde se ven muchas cosas raras y nunca es evidente el porqué. 
Se penetraba a través de una sala diáfana blanca y verde,  que tenía que ver con Brasilia: un espacio que era  un grito a la vivencia abierta que se iba a producir. Esas paredes invitaban a continuar con ágil curiosidad hacia la siguiente estancia, como hizo mi propia hija. Allí,en  un juego de luces y sombras. Alicia descubrió que andando junto a la pared se encendían algunos focos ( eso creaba sombras en la pared opuesta con los pasos del caminante). Por ahí penetrábamos en un laberinto peculiar donde se sucedían los espacios sin un orden específico. Y, como quien se introduce en el vientre de un caracol, nos dejamos llevar por unos pasillos oscuros y sinuosos, que accedían a salas misteriosas, donde tan pronto veíamos la proyección de una mujer cantando una ópera tragicómica, como  fragmentos documentales en una pantalla: la mujer de Nabokov dando un curso, una aparición disfrazada de Bob Dylan, o a una mujer desmayada en el suelo y su amante cantándole "¡Desdémona!"


 Me dejaba perpleja que mi hija tuviera más capacidad de atención (muda, reverente) que yo misma ante ese espectáculo, como si entendiera que por encima de todo discurso más o menos intelectual y críptico, prevalece la fascinación de los espacios oscuros y ante unas pantallas por las que transita un magma de palabras, de música. En el exterior del caracol, nos dejamos invadir por la visión aérea de decenas de citas literarias en diversas lenguas que planeaban sobre el muro; frente a ello, una visión desértica, paisaje distópico de libros abandonados en el desierto junto con el Bolaño de 2666; la contemplación del mismo a través del vidrio nos resultó atractiva e inquietante, cual belén literario y futurista.
A partir de este nudo, había dos caminos posibles, entre los cuales era difícil elegir, tal era el magnetismo al que sometía ese recorrido sin señalización alguna. Al final nos decidimos por un lateral, donde desembocamos en una peculiar sala. Allí, un sinfín de vestimentas pendían de las cuatro paredes, en torno a un centro constituido por un asiento circular y aterciopelado vacío. Luego supimos que se trataba de vestuario de la propia artista en sus diferentes edades, intercalado por algunas representaciones  bien de Scarlett O'Hara, bien de Edgar Allan Poe. Nos acomodamos en el asiento retro a hojera los libretos y allí la identidad se hacía y se deshacía a pasos agigantados, y sentíamos que tras todos los disfraces se es y no se es alguien, (¿por qué ese vestido? ¿cuando era pequeñita? ¿cuando era mayor?...) pero en cualquier caso la desnudez o más bien el no-cuerpo se articulaba como una fuerte presencia allí. 

Luego nos dedicamos a perseguir el ruido de la lluvia que se oía a lo lejos y si bien nunca accedíamos a la sala de la lluvia, deambulamos en torno a una figura rectangular flanqueada por algunos habitáculos desconcertantes. 





Eran  moradas más o menos subrepticias donde uno podía ver su propio reflejo en azul o bien mecerse ante unas butacas y sus espejos deformes, recordando la época de final de siglo XIX y cómo un artista se expone a sí mismo en un Splendide Hotel y en su misma desaparición.




 En otras habitaciones había camas vacías, vestimentas de diferentes personajes y épocas, butacas, radios encendidas y abandonadas. Fuera cual fuera su título y significado, la existencia de todo ello nos hipnotizaba, como si pasear por todos aquellos lugares nos hiciera estar a la vez aquí y en tantas otras esferas. Y como si al adaptarnos con nuestros cuerpos a esos espacios de libre juego que se nos ofrecían ya no solo viviéramos el arte de manera lúdica sino que nosotras mismas fuéramos el arte y pasáramos al otro lado del espejo de la Alicia de Lewis Carroll.


La misma Alicia fue la que se percató de que había un pomo que conducía a ninguna parte, es decir, que no se abría. Y no, no era una habitación para uso del personal del museo: tenía intención artística, como comprobamos en el folleto que apenas consultábamos. "Una habitación de hotel cerrada cuya única llave la posee el escritor Enrique Vila-Matas". Recordé haberlo leído también en "Marienbad électrique" así como la expresión "Rimbaud exposé", ausencia que iluminaba la sala decadente de las mecedoras junto con los libros, el antiguo tocadiscos y los espejos cóncavos. Ver la exposición con mi hija Alicia fue, en fin, algo  apasionante. Al estar pendiente de su expresión y sus palabras, no tuve tiempo de conceptualizar nada; sin embargo, acompañando su curiosidad, pude sentir el centro irradiador de toda aquella exposición. Pues el arte será eso, transportarnos de verdad, dejarnos llevar con nuestro cuerpo a otro lugar, multiforme, más amplio, más vibrante, más arriesgado.

Sin embargo, me di cuenta de que necesitaba repetir el visionado para poder aprehenderlo mejor. Así que, al día siguiente, mientras la mayor y su papá dormían la siesta de los benditos, me escapé esta vez con la bebé en la mochila, dispuesta a volver a esos espacios sin una interrupción verbal constante para seguir mejor el hilo de mis pensamientos. No había tenido elección, porque no podía abandonar a la bebé a su suerte mientras los otros dormían, y de todos modos nada más entrar a la exposición cayó dormida, sus ganas de ver mundo satisfechas. De todos modos, pronto me di cuenta de que la limitación que suponía ir con Emma era, como en el caso anterior, una bendición. Puesto que el sueño del bebé es tan profundo como impredecible: lo mismo puede durar quince minutos que tres horas; un intervalo donde  todo lo importante cabe, una buena comida, unas páginas leídas o escritas, una conversación, un momento de amor o de meditación. Pero como el final de ese intersticio de silencio es dudoso, esa misma volubilidad confiere al tiempo una calidad especial. Y no queda otra que vivir ese lapso de tiempo con total intensidad, sea cual fuere su duración, e intentando alejar cualquier frustración en caso de final precoz.

Así, entre el peso del bebé en mi cuerpo y la sensación constante de que aquella calma podría acabar en cualquier momento, disfruté de nuevo de la exposición, esta vez en un continuum que me permitió perfilar mejor el recorrido transitado el día anterior (esa apertura de límpida modernidad, esos preludios en el "vientre de caracol", donde uno siente que se desdobla y no y donde se catapulta al presente y al futuro antes de multiplicarse en tan diversas moradas ceñidas por la amenaza del diluvio). Y pude también adentrarme en el lugar que el día anterior no me había permitido, el Cosmodrome. Allí, a puerta cerrada, en una oscuridad total y espesa, pudimos percibir ese simulacro de viaje espacial, las luces iluminando alternativamente el horizonte o los laterales, catapultándonos al infinito, bajo la voz de Jay-Jay Johanson susurrando si estábamos listos, advirtiéndonos que nunca nada más sería lo mismo. Un viaje hacia otra dimensión, entendí, hacia la percepción artística de la realidad, donde todo es y no es lo que vemos. Emma seguía dormida así que no hubo problema alguno como me advirtieran los guías (esa sala cerrada puede crear sensación de pavor a los niños). Se encendió la luz, pisé el suelo como si fuera arena y de ahí pudimos emerger las dos como quien vuelve de la luna.
Aún descifré algún otro detalle que me había pasado desapercibido la víspera. El cartel de neón Exoturismo que da entrada a todas las misteriosas películas; claro, me dije, hacer turismo por el otro, los otros. Los símbolos de "doble felicidad"; cierto, la de estar aquí y la de más allá a su vez. También comprendí entonces que todas las representaciones figuradas de la sala de la ropa eran de la propia artista. Pero cuando ella estaba vestida era con ropa ajena, mientras que sus ropas pendían solitarias. Ser y no ser el mismo. Ella misma también era la del cartel inaugural y la que cantaba esa ópera bizarra, y la supuesta Bob Dylan. Constaté cómo la lluvia rodea todo el exterior de la instalación pero no lleva a habitación alguna. una lluvia de apocalipsis y fin del mundo, reminiscencia de aquella exposición basada en el diluvio que tuvo lugar en la Tate y aparecía en "Dublinesca" de Enrique Vila-Matas.
Después pude todavía ascender a la quinta planta y, tras mucho preguntar, hallé la última obra de Dominique ("Dublinesca") en una terraza exterior hurtada a la mirada de los visitantes de la exposición permanente del museo. Pude observar esos libros abandonados a la intemperie sobre unas camas vacías. Libros ya desastrados por la lluvia y las infinitas jornadas transcurridas allí desde el pasado septiembre.  El tema era el de TH2058 y también el de la novela de VM "Dublinesca": en un futuro de lluvia monumental el museo, los libros, constituirían sería el abrigo para los refugiados.


Sin embargo, en esa versión de TH2058 en pequeña escala del Pompidou, inversamente, el refugio era justamente el exterior del museo, la intemperie, en una imagen fuerte y desoladora. Abandono de la lectura, últimas reminiscencias que permanecen más allá de los cristales. Aguardándonos. Suspendidos en raíles esqueléticos, desnutridos, sin colchón ni amortiguador alguno. Libros o criaturas al acecho. Incitando a que la mirada escape del arte dirigido, domesticado, para acceder a la gloria agridulce de este arte, que es literatura en su invitación a ser leído, que escapa de los carriles establecidos. Asolado por la lluvia, al borde de la desaparición; tan cerca de los ojos pero sustraído a la mirada, hundido en la irrealidad de lo exterior al museo, donde  palpita todo lo que en realidad es.

Aún me quedaron por ver las obras del Atelier Brancusi. Pero ya había alcanzado la comprensión que buscaba en esa Dominique González-Foerster en dos tiempos: para una auténtica vivencia del arte, para acceder a un estadio de "república del arte" a lo González-Foerster o Vila-Matas, hay que vestirse con la curiosidad expectante de un niño de tres años, para quien todo es una aventura y no entiende de relojes ni direcciones obligatorias, y a través del denso silencio de un bebé en el instante que media entre un despertar y otro.


jueves, 28 de enero de 2016

Lecturas navideñas (2). "Dime quién fui", de Elisa Rodríguez Court



¿Qué sucedería si un padre a quien apenas conocemos, un padre prófugo y desaparecido desde la infancia, reapareciera en el momento de su declive para reclamar nuestros cuidados? ¿Sería fácil zafarse de ese imperativo moral que nos impele a cuidar de nuestros mayores? ¿No sentiríamos cierto grado de curiosidad o apego que nos impediría enviarlo por donde vino? ¿Y qué repercusión podría alcanzar esta llegada a nuestras vidas, como una mancha que se va extendiendo imperceptiblemente?
A estas premisas parece responder Dime quién fui, de Elisa Rodríguez Court (Canarias, 1959), un relato nada estandarizado sobre el declive físico y mental de una persona, y sobre todo, sobre la vivencia que ello supone en su hija mayor, la única que decide cuidarlo y acompañarlo a pesar de los pesares. El viejo está aquejado de Alzheimer y su comportamiento resulta incongruente desde el origen, cuando reaparece ya anciano (nunca llega a saberse mucho de su vida anterior, desde que se fugó del domicilio familiar dejando a mujer e hijos pequeños) hasta su fin (donde su capacidad de expresión y reconocimiento va despedazándose por momentos.) Rodríguez Court nos hace transitar por ese camino sinuoso y sombrío hacia la muerte, en un marco muy peculiar, ausente de sentimentalismos, puesto que el que se va es alguien que nunca estuvo del todo tampoco, ni en presencia ni en la conciencia .“Él es y no es mi padre”, afirma la narradora, y por ello el afecto tampoco está de manera palmaria, como tampoco el odio.
Se trata por tanto de un relato mortuorio pero desapegado; una penetración en el día a día de la enfermedad pero sin lírica ni épica ni catarsis. “Este hombre arruina mi vida”, afirma sin reparo; “huelo a viejo, digo entre dientes, y de inmediato me siento culpable.” Sobre todo, quedan siempre en la sombra los motivos por los que se ocupa de él, que van desde la curiosidad, la necesidad de reconstruir un padre, hasta otros más oscuros:
“Ahora soy yo quien lleva las riendas de su vida. Me he convertido en su dueña y a él le corresponde obedecer. (…) creo estar ejerciendo algún tipo de venganza”.
Y precisamente por esa falta de convencionalismos se hace el relato certero: huele a la complejidad de lo real; transpira por todos los poros ambivalencia crepitante: la contradicción asombrosa, desnuda, que late en el centro de toda experiencia límite.
“¿Quién escribió que la creación literaria ilumina zonas de lo real a medida que va dejando otras a oscuras?”, se nos invita a pensar.

En segundo lugar, el discurso se entrevera de un haz variado de citas, no siempre relacionadas directamente con la trama, pero sí con un matiz de la emoción o del pensamiento; citas de autores de gran voluntad literaria como Julian Barnes, Sergio Chejfec, Carlos Skliar, John Banville, y, por supuesto, Enrique Vila-Matas. Esos fragmentos que entretejen la escritura, dispersándola y a la vez unificándola, consiguen alcanzar un grado más de distanciamiento respecto a lo que se explica, y también dotar al discurso de un eco mayor, donde las voces ejercen de contrapunto, ironía o simple evocación; mar de fondo que lleva al lector en oleadas a través de varios senderos que se bifurcan, y haciendo de la historia un punto de partida para que la escritura alcance mil resonancias. La propia narradora define el procedimiento de la intertextualidad (“imaginé un texto intercalado por frases literarias”) como “un formato que permitiría el despliegue de la narración hacia nuevos universos posibles”.Dicho efecto de ambivalencia se consigue mediante la peculiaridad del argumento, pero también mediante una forma literaria exigente y bien trabada. En primer lugar, el discurso narrativo se erige en presente, lejos del tiempo del pasado que es el propio del relato construido, como indicaba Barthesen El grado cero de la escriturade manera que se consigue un efecto mayor de realidad, que se va abriendo a sí misma como una revelación del instante, en su veracidad y falta de artificio. De este modo nos hace partícipes de la realidad “bárbara, muda, sin significado”, como nos sugiere de un modo abiertamente vilamatiano, pues dichas citas procedentes de Chet Baker piensa en su arte u otras obras de Vila-Matas se injertan con naturalidad en la novela formando parte del texto mismo, diríase que robándoselas al propio autor, del mismo modo que haría él mismo.

Y en tercer lugar, destaca el perpetuo desorden temporal de la diégesis, que avanza y retrocede permanentemente para contarnos a la par cómo avanza el viejo hacia la muerte, pero también cómo apareció en la vida de la protagonista, o cómo se produjo su internamiento en la residencia o de qué manera recuerdan su infancia los tres hermanos o cómo afecta esa relación a la situación paralela de la madre y la hija, Carlota, para la que dispone de poco tiempo ahora que se ha enfrascado en cuidarlo a él. Y todo ese pandemónium, que se concatena según el sentido que se va forjando y no según la lógica aristotélica, logra transportarnos a un universo complejo, el de la vivencia mental, donde todo sucede al unísono y para siempre aunque de modo incompleto.
La autora, en fin, logra interesarnos desde el primer momento por la tempestuosa aventura del Alzeihmer y el caos al que se ve arrojada la protagonista en su implicación visceral, incomprensible hasta para sí misma. Pero no es solo la atracción por una caracterización psicológica, la del viejo y su familia entera, que se escapa permanentemente, lo que atrae deDime quién fui. Más allá de la trama, despunta página a página una vocación auténtica de escritura. El relato se interroga a sí mismo y se construye desde el mismo interrogante, desde el deseo de escribir y las dudas y las elecciones de su forma literaria, en una espiral metaliteraria que nos roza al paso, prometedora de esta y de muchas otras aventuras literarias o aventuras del lenguaje, que diría Barthes. Vivo entre libros, afirma, invitándonos permanentemente a la lectura de su catálogo de elegidos. “Ando a la caza de la literatura para vengarme de las falsas certezas”, asevera. La literatura es “una forma de vida”, una invitación a “mantenerse despierto ante la evidencia de la finitud.” Exploradora de abismos, “hundiéndose, una y otra vez, mientras avanza”, como reza el final de su novela, Elisa Rodríguez Court parece haber abierto la entrada a un discurso literario ambicioso y personal que todavía tiene mucho que decir.

*Esta reseña apareció publicada en la Revista de Letras el 5/01/2016
http://revistadeletras.net/en-los-confines-de-lo-narrable/

jueves, 7 de enero de 2016

Lecturas navideñas (1)


Hacía tiempo que había oído hablar de esta novela. No me interesaba especialmente el tema (la violencia juvenil) pero sí me había fascinado la escritura de Lionel Shriver con "El mundo después del cumpleaños", novela de sorprendente construcción de la que hablé en su momento http://meencantobailarcontigo.blogspot.com.es/2010/03/tus-vidas-posibles.html

Decidí aventurarme en ella. Y no sospechaba la terrible adicción que se iba a apoderar de mí, que me haría estar deseando que acabara cada una de las comidas, que me entrara sueño, que la bebé me reclamara  para poder, con la excusa, retirarme de los jolgorios con ella a leer...

"Tenemos que hablar de Kevin" tiene el mismo mérito de la famosa "Crónica de una muerte anunciada" de Gabriel García Márquez. Conoces el final (que en este caso no tiene un muerto sino muchos muertos, debido a una masacre adolescente en un instituto) pero ignoras el camino que ha llevado hasta que el tal Kevin acabe cometiendo esa atrocidad. Y puede parecer paradójico pero el mismo hecho de conocer el final provoca una lectura aún más compulsiva, puesto que es la totalidad del proceso evolutivo de esa familia lo que intriga al lector. Queremos saber quién es el padre, quién la madre, cómo se relacionan, qué errores han cometido, si son los mismos que los nuestros o no, cuánto han querido a sus hijos, si más o menos que nosotros... Y, conforme leemos, la opacidad de la explicación de los hechos se va haciendo mayor, y más perversa se vuelve la lectura y el placer inexplicable que extraemos de ella, como en el mayor de los thrillers.

El punto de vista de los hechos es el de la madre, Eva. El tiempo se sitúa en el presente desde el principio, tiempo en que, despojada ya de todo -marido, hijo, trabajo, casa...- se dedica a visitar al reformatorio al hijo que le ha arruinado la vida y que al final, paradójicamente, es su único motivo para seguir viviendo. A través de una serie de cartas dirigidas al marido, del que está ya separada, se retrotrae al momento de su embarazo y todo el estado ambivalente que caracterizó esa temporada, con sus miedos a cambiar de vida, sus dudas sobre la decisión tomada; se extiende sobre la posterior crianza complejísima, puesto que se trata de un bebé nervioso y displicente, y la madre siente por él la misma aversión que parece sentir el bebé por ella, y vamos pasando poco a poco hacia la infancia y adolescencia claroscura de Kevin, el misterioso. Hay una gran disociación entre la relación entre el padre y la madre, con el primero Kevin parece tener una actitud "normal", pero en el caso de la madre siempre actuarán como rivales, él provocándola, ella siempre viéndolo bajo un prisma de sospecha, pues  teme ver en él comportamientos crueles hacia otros niños y animales, y hacia ella misma, comportamientos que, careciendo de pruebas fehacientes, quedan bajo el velo de la duda, y siempre son justificados por el mismo Kevin y por el padre, hecho que va creando una gran distorsión en las relaciones familiares.

Destacan los diálogos entre Kevin y su madre, ya desde la infancia, donde el niño usa muy pocas palabras y la mayoría para expresar estados negativos, y todo intento comunicativo de la madre acaba siempre girándose contra ella, puesto que él acaba consiguiendo que sea ella misma la que se destape en esas conversaciones, explicando sus propios motivos de malhumor. En todos los encuentros del presente se intuye una gran complejidad, un desafío mutuo permanente entre lo que se dice y lo que se oculta, entre lo que se muestra y se finge, en una relación tan henchida de odio que en el fondo no puede contener otra cosa que amor.
Y toda esa ambivalencia transparenta también hacia el lector, que oscila de sentir repulsa hacia la madre y compasión hacia el hijo hacia un tránsito sutil hasta compadecer a la madre y todos sus intentos por subsanar un desastre que se intuye desde el principio; en cuanto a Kevin, su retrato es hipnótico y más allá del rechazo que nos inspira, hay algo en él que nos atrae con el poder del abismo, y que resulta siempre parcialmente impenetrable.

La construcción, si bien un tanto artificiosa (puesto que a ratos nos desconcierta por qué motivo debe escribir unas cartas a su marido donde se cuenta la historia entera con todo lujo de detalles), consigue crear adicción. La información es cuidadosamente dosificada para que el horror que se percibe desde el inicio vaya en aumento y algunos pequeños detalles incomprensibles solo encuentren su sentido posteriormente. Inclusive se nos guardan para el final algunas sorpresas no anunciadas que pueden aumentar todavía más el clímax destructivo (y aquí el artificio es claro, porque en unas cartas al marido no hay motivo para ocultar información, como sí en el caso de un autor hacia su lector).

En cualquier caso, el artificio constructivo consigue crear un suspense sin igual, con un ritmo in crescendo que compele a leer -quizás solo se estanca un poco la lectura en algún momento de la primera mitad-. A destacar, el debate moral, presente por doquier, que consigue que el lector se pregunte desde la primera página a la última por las causas del mal adolescente. ¿El niño nació ya "malo" por algún extraño motivo y todos los esfuerzos de la madre fueron vanos? ¿O la mala disposición de la madre en los primeros tiempos de vida del bebé, ya desde el vientre, provocaron en él ese espíritu retorcido, fruto del desamor? La respuesta, evidentemente, nunca será definitiva, pero esa pregunta recalará en toda la novela, y nos hará observar con suma atención todos los detalles de esa relación a la zaga de una explicación que se nos escapa permanentemente de las manos.

En fin, por último, solo añadir que tal vez resulte extraño que una lectura como esta apasione durante la época navideña, normalmente dada a relatos edulcorados. Pero la literatura funciona así, no solo a base de identificaciones sino de contrastes y reflexiones. Y leer "Tenemos que hablar de Kevin" no solo no me ha provocado ningún sentimiento negativo de cara a mis hijas y mi familia sino al contrario. Leyendo relaciones complejas, crianzas descarriladas, una se hace más consciente de la fortuna que ha tenido sintiéndose madre en la dirección de los vientos. Y puede confirmar también que el huracán del amor, si bien no puede evitar todo, sí puede conducir a una familia por países lo más transitables posibles. También nos hace recordar que por mucha voluntad que uno ponga, no siempre las cosas salen como uno quiere, así que hay que comprender más que juzgar. Y sentirse agradecido. Siempre.

miércoles, 6 de enero de 2016

Preludio al año nuevo (Despropósitos)

Imaginé un año nuevo en el que por fin no haría falta hacerme propósitos. En el que perecerían las listas, los objetivos; las agendas milimetradas y los Google Calendar.

Imaginé que sería posible alcanzar un estado de ánimo redondo y en perpetuo movimiento. Círculo donde cabría todo lo importante sin proponérselo. Bastaría con andar despacio y estar atenta al instante. Observar el vaivén permanente de los árboles y el cielo. Y así se irían desgranando por sí solos los momentos de risa y los de trabajo; los encuentros con antiguos amigos y con los nuevos; la dedicación al otro y a uno mismo; las lecturas vendrían a una en su momento adecuado como hoja que cae del árbol y las palabras tomarían cuerpo en el segundo preciso sin ser convocadas.

Imaginé que sería tan fácil dejar que un año más todo fuera poniéndose en su sitio y que nunca habría que proponerse sentirse agradecido al acabar la jornada ni confiar en que todo lo que es, es.